La palabra educación no es un bien en sí mismo. Y más aún si observamos de que se trata esa educación a la que estamos obligatoriamente relacionados. A la hay que lamentar si se pierde y celebrar si se posee. Esa educación reproduce y renueva una determinada visión del mundo; la visión del capitalismo. Es una palabra que el solo emitirla brinda autoridad moral. Por eso resulta inevitable mencionarla como el relleno bendecido de todo repulgue discursivo. Es el eslogan político que certifica rasgos de bondad en el emisor: para cualquier problema, la solución es decir que “hace falta más educación”. Los educados agradecen a quien los eduque. Los que educan se vanaglorian de su labor y se declaran imprescindibles. El solo balbucear ¡educación! le garantiza al sujeto estar bajo la luz del progresismo y la modernidad. Pero en los hechos, lo que tenemos como educación es una máquina multifacética y multipolar de reducción, subestimación, normalización y banalización de la potencia creativa. Y esta desgracia puede agrandar su onda expansiva, y sobre todo ser aún más difícil de descifrar, cuando dicha educación desembarca en eso que suele llamarse “contextos de vulnerabilidad social”.
Tuve la oportunidad hace un tiempo de brindar una charla en una universidad de la ciudad de Rosario, a la cual asistieron distintos profesionales y egresados de diversas carreras, todas ellas relacionadas al “trabajo en territorio”: Psicología social, Trabajo social, Antropología, Sociología, Ciencias políticas, Ciencias de la educación, etc. Muchos de los presentes eran hasta docentes o talleristas de diferentes disciplinas en cárceles o institutos de menores, tanto de hombres como de mujeres. En un momento la charla giraba en órbita sobre la pregunta: ¿De qué manera se puede mejorar el trabajo en dichos espacios? Para dar una referencia pregunté si alguien conocía a Fernand Deligny, y para mi sorpresa ninguno de los asistentes levantó la mano. Pero en cambio, todos si conocían y proponían como modelo ejemplar de una educación distinta a Paulo Freire. Ese dato me sumergió en una pregunta. ¿Por qué Freire sí y Deligny no? ¿Por qué a uno se lo considera casi como a un santo, como el padre de lo que se llama La educación popular y al otro no se lo conoce tanto? ¿Es por una cuestión de cercanía geográfica o porque tenían problemas políticos diferentes? La mirada de Deligny sobre los llamados territorios, o sobre aquellos que viven al margen de la ley, a pesar de no ser un marginal ni un habitante de dichos lugares, era muy particular, rebelde y poética:
La mayoría de ellos son vagabundos que para escapar a la privación de libertad del trabajo cotidiano terminan entre dos gendarmes, entre los muros de una celda.
Mucho más amantes de lo absoluto de lo que los jueces son capaces de concebir.
Vagabundos tenaces cuya bragueta hinchada está a menudo manchada de esperma seco, rebalsado, y que van, sin incomodidad alguna por ese moho notorio, vivos hasta el punto de que ninguna asistente social podría soportar su simiente en el vientre, vagabundos ineficaces, pequeño pueblo de solitarios, unos incontestablemente desechos de hombres y los otros esperanzas de un mundo que siempre corre el riesgo de reventar de docilidad como algunos cerdos en su grasa y algunos hombres en su cama[1].
Con frases como esta se entiende el grado de desconocimiento “oficial” de la obra del francés. Deligny se movía en una especie de anarquismo estatal. Sus escritos revelan un conflicto que no suele mencionarse, el conflicto siempre evidente entre los pibes hundidos en la marginalidad y toda figura institucional que arriba a su ecosistema, llámese villa, barrio popular o instituciones de encierro (“el territorio”). Entre los que viven en esos territorios y los que van allí a trabajar, a militar, a ayudar.
Grafico esto con un ejemplo que he visto a lo largo de mi vida. Hay en una villa, o en un pabellón de alguna cárcel, un grupo de hombres o mujeres hablando con algarabía, apoyando las palabras con movimientos de las manos, son cuerpos que vibran, que no toleran la quietud, que necesitan fisiológica y ontológicamente permanecer “ATR” (a todo ritmo). Personas a las cuales “la memoria de su cuerpo” (Foucault) los remite una y otra vez al estado de constante alerta, que sin proponérselo aprendieron a tener ojos en la nuca. Se comunican con lenguajes propios, son neologistas que crean palabras todos los días. Es un lenguaje-danza. Las palabras no solo son dichas, sino bailadas, acompañadas de sublime contorsión. A veces ni es necesaria una frase entera, con un “pim–pum-pam” ya trasmitieron el mensaje, lo recibieron o interceptaron. Dominan la sensación vital con facilidad. Pero toda belleza física, léxica y gestual que expresan los pibes y las pibas, así estén hundidos en el peor de los infiernos, se detiene si en la escena irrumpe una figura institucional. Esos pibes que estaban casi en trance al hablar, se quedan congelados cuando aparece un educador, un psicólogo, un trabajador social, etc. No importa si dicha figura institucional es de izquierda o de derecha, si se viste como un hippie o de gala. Cuando la figura arriba al lugar, genera el silencio y la quietud. Los pibes pasan de ser animales entusiastas a ser estatuas con estrecha timidez. Los más verborrágicos de golpe se callan. Aquellos que eran los más activos en el uso del dialecto tumbero se hunden en el silencio. Empiezan a rechazarse a sí mismos. No alcanza con decir que lxs pibxs se inhiben. La inhibición es universal, y no hace diferencias entre clases sociales. Aquí lo que sucede es del orden de lo político y moral-penal. El pibe siente que ante la presencia de la figura institucional debe comportarse de cierta manera, o mejor dicho, debe portarse “bien” o será castigado. La sanción es el método, así el pibe “va a aprender lo que es bueno”. El otro, la figura estatal, le solicita al pibe que olvide las brillantes expresividades de su personalidad. A veces ni siquiera hace falta que lo rete o que se maneje con un estilo represor primitivo. Pero de todas maneras los pibes bloquean su impulso afectivo.
Lo que ocurre en estos casos es una relación de poder vertical presentada discursivamente como horizontal. El pibe tiene cargado en su memoria ancestral que debe doblegarse ante la gente “que sabe”. Casi nunca tiene actitudes críticas con tales figuras, ni se atreve a plantearles dudas o reclamos, sino todo lo contrario, termina exaltado por el disciplinamiento. Para derribar la hipocresía de estas relaciones dependerá del coraje y sobre todo de la creatividad que puedan desarrollar las figuras institucionales en los territorios. Se requieren especiales dosis de valentía para lograr componer relaciones que eleven la potencia de los pibes y también para dejarse elevar la propia potencia por ellos.
Otra de las cuestiones importantes a pensar. ¿Por qué siempre unos son los ayudados y otros los que ayudan? Porque el verbo elegido así no se diga es el de "ayudar". Pocas figuras institucionales pueden evitar hablar de "mis alumnos", "mis chicos", etc. La propiedad privada aparece también en la dimensión de lo simbólico y no es de forma irónica o inocente que se usa el "mis". Hasta en una corta y simple frase. Pero si encima dicha figura institucional hace su trabajo en los territorios de la pobreza y la segregación, su espíritu no puede evitar reclamarle a su comunidad el reconocimiento de lo que él considera una tarea heróica. Él es el que está ayudando a los otros que nadie ayuda. Nunca se considera que la ayuda es mutua, que si hay gente que ayuda a los villeros, a los presos, a los locos, a los anormales que sea, también estos últimos ayudan a los que ayudan. Porque los ayudados también ayudan, entre tantas otras cosas, a que esas figuras sean consideradas personas más sensibles y comprometidas que el resto. A desmantelar estereotipos, prejuicios, racismos y blasfemias más elementales que se tiene sobre las poblaciones más vulneradas. Gente que va con una imagen instalada sobre una supuesta barbarie que satura los “territorios”, es ayudada por los mismos vecinos del lugar a derribar toda la mitología reaccionaria que se creó en torno a ellos y sus supuestas costumbres. La figura que llega al territorio descubre que allí donde el sentido común ha instalado como verdad absoluta que todo es salvajismo y conductas que no pueden evitar lo vulgar, existen altos niveles de solidaridad y hospitalidad. Las poblaciones que viven en los territorios le abren la puerta, no solo de su casa, sino de todo su ser a los visitantes, aunque estos últimos no sean ni se parezcan en nada a los primeros. Pero sobre todo en esos territorios persiste un aguante ante las desgracias que es subestimado o ignorado por la mayoría de aquellos que son parte de las ciencias sociales.
Es necesario a su vez hacerse una pregunta sobre el concepto “territorio”. ¿Lo inventaron los pibes o lo inventaron las figuras institucionales? Decirle así a la villa, que tiene seguramente un nombre autóctono y predilecto para sus habitantes, no es más que una acotada forma de corrección política y de crear una imagen distinta sobre lo que se vive allí.
También he escuchado muchos psicólogos, trabajadores sociales o docentes que compiten con los villeros. Van a decirles a los pibes y pibas de las villas o incluso a aquellos que están depositados en aberrantes cárceles : “No se quejen tanto que yo también la pasé”. Como si se tratara de un duelo por ver quién sufrió más. Aquel que tuvo el privilegio de terminar una carrera universitaria siente la necesidad de aclararle, al que ya fue condenado desde que era un embrión, que él también pasó cosas feas en la vida. Es valioso que alguien prefiera trabajar en una villa o en una cárcel antes que en una oficina o en una empresa. Pero sobran las evidencias de que muchos de los que trabajan en esos espacios no soportan la potencia de los pibes. Porque esos pibes estan tan “vivos hasta el punto de que ninguna asistente social podría soportar su simiente en el vientre”. No saben qué hacer con tanta energía vital que poseen sus asistidos, sus alumnos, porque esta les desborda sus creencias morales y no figuran en el catálogo de posibilidades aprendidas en el proceso educativo de sus carreras universitarias.
En la mayoría de los casos esa figura institucional reduce la creatividad y toda perspectiva libertaria. Normaliza y apaga esa esperanza milagrosa que emanan los pibes pobres a pesar de toda adversidad. ¿Y por qué milagrosa? Porque aunque vivan en las condiciones materiales más miserables, segregados, y ridiculizados, aunque vivan con una presencia latente de la muerte, ya que muchos han enterrado a la mayoría de sus amigos y seres queridos, casi no existe la depresión en ellos. Los villeros no suelen permitirse pasiones tristes. Por instinto mismo o por la cantidad de tiempo que lleva arraigándose está cultura de la muerte, la violencia y la miseria en esos territorios, es que esa reiterada superación de verdaderos obstáculos existenciales se desarrolla con total naturalidad.
Las figuras institucionales arriban con métodos de manuales ya caducos en muchas de sus indicaciones, con teorías que fracasan al ser aplicadas, pero que obstinadamente se siguen aplicando igual. He vivido muchas veces en mi estadía carcelaria la situación de estar ante figuras institucionales que le decían a los pibes que había que “hablar bien” y “rescatarse”. Las figuras institucionales mcuhas veces son incapaces de sentir la belleza que hay en la gestualidad eléctrica de sus cuerpos. Luego, cuando no consiguen justamente “rescatar” ni a un solo pibe o piba, son pocos los que admiten un fracaso propio y por lo tanto se lo encajan al otro,
si el otro no pudo es porque no quiso. Nunca dejarán que los pibes maldigan y demanden algo de la sociedad, eso sería victimizarse. Todo depende de uno, no se cansarán de decir una y otra vez. Muy pocos llegan a promover la conciencia de clase entre los pobres que ellos ayudan. Muy pocos les hacen ver la cartografía del mundo en que están inmersos, o al menos mencionar los mecanismos económicos más básicos que determinan la realidad. No les interesa servir para que los más explotados asuman que su lugar en el tablero es con suerte el de peones. Nunca hablaran del capitalismo, ni de las tan variadas formas que usa para dominar desde las relaciones de producción hasta los criterios estéticos.
Los pibes llegan a reaccionar violentamente cansados de que la figura institucional no comparta ni promueva en nada todo el mundo propio que tienen.Otro ejemplo vivido: recuerdo una tarde estar viendo en instituto de menores cómo los pibes ahogaban una y otra vez en la pileta a un “operador convivencial” (una figura puesta en los institutos carcelarios de menores como un intermediario “más humano” entre los presos y el gobierno penal, que el clásico guardia cárcel). Los pibes argumentaron que lo hicieron como respuesta a que ese operador se la pasaba saturándolos de “No”. La figura de operador convivencial está muy presente en el régimen penal juvenil y de minoridad argentino. La mayoría de ellos provienen de carreras pertenecientes a las ciencias humanas, y en su vestimenta podemos hallar hasta remeras de distintos personajes históricos y representativos de los sectores más revolucionarios, pero su manera de trabajar y relacionarse con los pibes se construye a partir de la prohibición, de limitar o reprimir el deseo. Estos operadores llegan a prohibirles a los pibes presos la pornografía, la marihuana, hablar en jerga y hasta la masturbación. Negaciones a las cuales no se animaría ejercer ni siquiera un guardia-cárcel. Cuando unos en teoría son más buenos que los otros. ¿Cómo alguien puede atreverse a suprimir o a anular a seres humanos encerrados en cajas de cemento el acceso a todo tipo de goce? Las figuras institucionales tienen sexo o se masturban, algunos se emborrachan y fuman sus porros, pero a sus pacientes, a sus alumnos, a sus asistidos, les prohibían el mínimo roce con cualquier tipo de placer.
Muchos creen, aunque sepan disimularlo, que los pibes de los territorios están vacíos de contenido espiritual, de ingenio, de racionalidad, de romanticismo. Hay un prejuicio biológico. La sociedad en general asocia a los pobres con el reino animal. La imagen de un villero le aparece en su cerebro con el rostro de un simio. Pero esos monos “arden de preguntas” (Artaud) mucho más que la mayoría de los civilizados. Su constante antimoralismo aunque no lo sepan, los transforma en ejecutores de la más alta filosofía nietzscheana. Para los pibes los raros, los diferentes, los poco humanos son los profesionales, los normalizadores, "los que saben", los que vinieron a ayudarlos.
La figura institucional solo habla con los pibes como parte del "tratamiento”. No los invita a su casa, como sí hace con los amigos que pertenezcan a su mismo entorno social. No suele haber una relación de amistad, es siempre una relación vertical o laboral. Si la mayoría de los pibes les dicen a estas figuras que efectivamente los ayudaron, o a veces hasta que les salvaron la vida, no es más que por una cuestión estratégica. Se le dice al profesional lo que quiere escuchar, el pibe sabe que si se comporta obedientemente, si se muestra agradecido, sumiso, si se maneja con respeto, pidiendo siempre por favor, puede obtener ciertos beneficios.
¿Y cómo va a hacer para sentirse orgulloso de su jerga, si una maquinaria infinita de profesiones, discursos y ametralladoras semióticas trabajan sin descanso en corregirlo, enderezarlo y hacerlo cambiar? La educación es una herramienta esencial en esa represión. Esto lo podemos observar en un ejemplo muy singular. Existen en la cárcel pibes que terminan una carrera universitaria o un taller de oficios, que “pudieron cambiar”, y que son presentados como modelos ejemplares de la meritocracia cuando salen en libertad (aun por aquellos que dicen estar en la vereda de enfrente del PRO, partido político reaccionario adicto a difundir dicho concepto). Quizás esos mismos pibes en esas carreras hechas tras las rejas, lean a autores insurrectos, críticas precisas al orden del mundo y explicaciones concretas de las razones sociales, simbólicas y económicas que determinan que la cárcel esté saturada de pobres como ellos. Pero al salir no podrán hablar con otra lengua que no sea la del moralismo más primitivo. La fuerza engendrada en los callejones del abismo marginal, habrá sido pasteurizada. “Yo antes hacía las cosas mal y ahora quiero hacer las cosas bien”, se los escuchará decir. Todo está en el individuo, nada tiene que ver el contexto social: el axioma esencial de la espiritualidad neoliberalista será repetido por aquellos que han sido más humillados por la naturaleza de dicho sistema. Muchos de ellos llegaran inclusive a castigar a sus propios ex colegas de delito o de experiencia carcelaria. Orgullosos ahora de pertenecer a la sociedad, se avergonzarán de sus antiguas muecas y amistades.
El “de igual a igual” al que fingen honrar muchas de las figuras institucionales es una fantasía, un simpático juego de palabras pero un hecho inexistente. Hay un contrato implícito que se firma donde se aclara que el que sabe va ayudar a los que no saben, por lo tanto ya desde ahí podemos decir que hay una propuesta de no igualdad. Es decir: yo sé y vos no sabes, yo tengo algo que vos no tenés y necesitas de mí. La desigualdad ya preexiste desde antes de llegar al “territorio” pero no se la reconoce ni se la cuestiona. También es necesario remarcar el dato que los que saben, en su mayoría, tuvieron y tienen las condiciones materiales así sean mínimas, pero que son muy específicas, que indisolublemente permiten el inicio y finalización de una carrera universitaria, donde se adquiere el saber. Mientras que en la población de las villas y cárceles, el porcentaje de personas que finalizan los estudios universitarios es insignificante.
Tomar la decisión de contradecir mandatos familiares y elegir ir a conocer empíricamente la villa o la cárcel, es decir, todos esos lugares que el imaginario popular designa como jardines del mal, eso ya de por sí es una actitud muy digna. Pero que a veces se puede transformarse en otra cosa. Ese primer impulso que hizo ir en busca de lo desconocido empieza a subestimar y a negar lo nuevo que va conociendo. Cuando está afuera del “territorio” y adentro de “su gente”, relata a sus semejantes de clase una versión progresista trillada al hablar de lo que vive adentro de los “territorios”. “Hay gente buena y mala como en todos lados”, declarará. Pero no hará mención alguna de todo lo que aprendió sobre los trucos de supervivencia que reinan allí. Poco o nada dirá sobre el júbilo diario y a veces incomprensible con el que sus habitantes transitan la vida, a pesar de que la muerte les suspira en el cuello.
El habitante del territorio no suele considerar una virtud todas sus virtudes y también al igual que la figura institucional necesita siempre remarcar que allí donde vive “hay gente mala, pero también hay otra que se rompe el lomo trabajando”. Moralismo infantil de un lado y del otro. Hay pobres que a pesar de tambalear en la cornisa de la desnutrición pueden comportarse como burgueses, y que serán hasta más reaccionarios que estos si llegan a finalizar la universidad o la secundaria misma. “Yo también vivo en una villa y no salí nunca a robar”, “Fulano es vago y mengana puta”, son también frases que salen de la boca de los mismos habitantes de los “territorios”. Llegan a despreciar a sus propios vecinos con los mismos discursos reaccionarios de la clase a la que, por más que se hayan recibido, no pertenecen realmente.
Un paso novedoso sería invertir el símbolo del otro. Si los pibes son siempre los objetos de estudio, por una vez que sean ellos los que analizan, se burlan, experimentan, brindan hipótesis, escriben libros, hacen chistes, desean desgracias y acusan de todos los males a unos otros, en este caso, las figuras institucionales. La alteridad invertida. El que siempre fue objeto ahora es el sujeto, y los que siempre fueron sujetos, ahora serán los objetos. Unas leves dosis de Justicia Poética. Tampoco puede ser una gran propuesta la sacralización del “territorio” o construir una epopeya de la vida marginal, pero en la actualidad se trabaja por un exterminio o una banalización completa de los berretines, es decir se trabaja por el avasallamiento tanto de la lengua, como de las costumbres y la esencia cultural propia de los contextos más adversos. Hay una obstinación manifiesta a no aclarar nunca la diferencia de clase, así sea mínima o evidente, que persiste en la relación figura institucional/figura del asistido. Por eso el conflicto será eterno si entre estas figuras no se modifica en algo la forma de relacionarse, ni se remarcan las condiciones materiales pre-existentes en ambas partes de dicha relación. ¿Qué y quien dice que uno son los que saben y otros son los ignorantes?
*Este texto ha sido parte del libro "Semilla de crápula" De Fernand Deligny, Editorial Cactus.
[1] Fernand Deligny, Los vagabundos eficaces.