lunes, 30 de noviembre de 2020

CASTILLO Y SOL (2020).


CASTILLO Y SOL (Estreno, Argentina - 2020) de César González, c/ Mariano del Río, Ananda Li Bredice, Alan Garvey, Nadia Rodriguez , Guillermo Romano, Sofía París, Javier Omezzoli, Sofía de Rosas, , Elías Zacovich. 70’. ¡Estreno mundial y cósmico!
Los primeros meses de la pandemia y la estricta cuarentena inicial intensificaron una relación abstracta con la cotidianidad. La percepción del tiempo y el espacio conoció una intersección disociada de la eficiencia y los compromisos; existir significó, sin entrenamiento previo, ser en la duración y en la inmovilidad. Entre marzo y junio de 2017, González imaginó una ciudad vacía y sin gente en las calles, sin televisores y celulares encendidos; un poder indefinido acechaba y sobrevolaba; asimismo, un virus sin nombre provocaba fiebre y tos. Los protagonistas de esta fantasía distópica son muchos hombres y mujeres que viven hacinados en un departamento de pocos ambientes; en tales circunstancias, no hay mucho para hacer, más allá de algún juego circunstancial, responder a preocupaciones dispersas sobre la situación en la que están y entablar conversaciones aisladas que invocan tímidamente al patriarcado y la revolución.
Texto de Roger Koza.

sábado, 18 de abril de 2020

Sin resurrección.


Parlante detonado
que nadie pide apagar
sombras sin silueta
computadoras lentas

Yo
amante de las madrugadas
lamento que mi hocico ya no sea sensible
y no andar sin freno de mano

mi religión ahora es huérfana
ahora cargo esta voluntaria fatiga
llevo este devenir mendigo

escondo deseos 
vuelvo en cada frontera
tengo temor a estar callado
luego maldigo hablar
mis desechos solo se cagarlos
mis escombros no se reciclan
adentro mío habita un clamor sin verano


quieren que aprenda
a traer de nuevo el hueso.


domingo, 12 de abril de 2020

Los dialectos son milagros.


Sanguinario lenguaje aterciopelado de manualidad y carisma. Como los ecos del mito, surge allá a lo lejos en la nuca de la llanura. Allí, donde hasta el más macho con más horas de gimnasio tiembla. Un solo paso de su danza, del guacho que en calma tira berretines, haría que una multitud de esclavos bajándose del tren se sumerja en la risa fascista.
Pero en el fondo solo se atreven a linchar en masa, saben que si las cuerdas vocales de los condenados de la tierra, pudieran eyacular sus milenios de latigazos, romperían las barreras del sonido. Oprimidos, masacrados, mutilados, objetos de experimentos, estrellas que guían  la tecnología cobarde de la burguesía, con cadenas que muerden las arterias, igual sobrevivieron. Dialectos y canciones, ajenas conscientemente, de la cultura legítima.
Quizás sea el mismo dios el que eligió refugiarse entre los neologismos constantes, que se actualizan cada año, que cada generación se encarga de remodelar con una estética más refinada. Y allí están el batallón de espíritus viejos, putrefactos, dispuestos a desalojar la frescura de un guacho que expresa su oralidad, por ser incomprensible para ese afuera que es el adentro del mundo, la estructura emocional ensamblada al reino semiótico global. El mismo guacho se asusta de su poder mágico, ¿Por qué yo no puedo inventar palabras y tener un lenguaje secreto con mi tribu? ¿Por qué se rien todos estos mulos de mi prosa? Se pregunta el guacho extrañado, pero a la vez feliz de ser portador de un misterio inatrapable. Sabe que mucha gente adulta y colega de miserias, en antiguas temporadas libertarias también eran científicos de la jerga y hoy son solo otro espectro necesario para colmar las cifras. Y agobiados por la burla social, del escolar llamado de atención constante, decidieron aplastar su fortuna lingüística. Está prohibido que un pibe común pueda inventar un concepto, eso es trabajo de los académicos. La cultura tiene una música específica que no tocan las clases bajas. La clase media se cree original pero habla toda igual, con el similar movimiento de mandíbulas y acompañado de idénticos  gestos corporales. Ellos se burlan de los guachos que dicen "gato" y los parodian, y en sus fiestas excluyentes de esos mismos pibes, usan al término con gracia y oscura ironía.
La risa burlesca es solo el primer momento, el chiste pasa a ser desprecio. Pero quien emite un término de la jerga callejera, tumbera, cuatrera o delictiva sabe que tiene en sus manos la espada del arcángel Miguel. Así de supremo se siente un guacho tirando berretines en el patio de un penal, haciendo sonar la faca contra el piso o rebotándola contra las rejas. Un lenguaje de palabras y de gestos que mezcla un montón de disciplinas artísticas, desde la danza al happening, una reserva de vitalidad y belleza, pero siempre subestimada o ridiculizada, por la cada vez más pálida estética de vida pequeño-burguesa.



Escenas de la vida gendarme.


Una camioneta de gendarmería transita lentamente por una angosta calle del barrio, arriba van cuatro efectivos enchalecados y con casco de guerra puesto, del estéreo del móvil sale música de Damas Gratis a todo volumen, avizoran un grupo de pibes en una esquina, la camioneta frena, se bajan los efectivos con las armas apuntando a la cabeza, todos contra la pared, requisa minuciosa, un cachetazo por acá, una patada por allá, no les encuentran nada y los invitan a que se retiren a paso redoblado. En continuado uno de los gendarmes frena un auto que se acercaba por la calle e invita a su conductor a que se baje, lo revisan rápidamente, a él y a su auto, se termina la canción de Damas Gratis y empieza otra de la misma banda, dejan ir al conductor y se vuelven a subir a la camioneta. Hay carcajadas entre ellos, se ríen de lo asustado que estaba uno de los pibitos que requisaron antes. Para los gendarmes esto es mucho más divertido que estar todo el día custodiando la inmensidad absorta en alguna frontera. La brutalidad con la que trata esta fuerza a los habitantes de los barrios populares es quizás la más dolorosa herencia que dejaron los gobiernos populares de CFK. Empezaron a mediados del 2010, con Nilda Garré de ministra de seguridad.
Las escenas de razzias indiscriminadas, invasiones intimidatorias a hogares sin orden judicial, maltrato físico, arrogancia y burla a los vecinos son omnipresentes en estos barrios. Sobre todo en aquellos que aparecen ya desde el nombre propio como una maldición en el imaginario de la sociedad, una negatividad permanente difundida en los noticieros, en productos del espectáculo, una negatividad que se construye con la alianza indispensable de las imágenes. Al mal la sociedad necesita verlo para creerlo. Los barrios populares son hiper-mostrados como ejemplos concretos del mal. El bien en nuestros tiempos es la doctrina policial, entonces el bien debe ir a donde está el mal y combatirlo hasta ganarle, por el bien de los buenos, que viven separados de donde está el mal.
Desde que desembarcó esta fuerza, de índole casi militar, instruida para enfrentamientos armados masivos, la vida en los barrios no ha sido la misma. Una fuerza armada como un ejército para combatir (aunque la cantidad de combates en lo real es inexistente) a banditas de pibes que salen a robar, en muchos casos con revólveres sin percutor o sin gatillo, eso de bandas de narcos que gobiernan los barrios con arsenales sofisticados no es más que una fantasía, el promedio de armas de alto calibre encontrada en los allanamientos, que son diarios en los barrios, es más que bajo. Lo importante es imponer un nuevo esquema para la cotidianeidad, donde es casi imposible pasar unas horas sin ser requisado. Se perdió la libertad ambulatoria. A la hora de las rutinarias vejaciones no se discrimina edades ni géneros, tanto estudiantes y trabajadores son siempre frenados y obligados a rendir cuentas de todo tipo.
Luego de más de una década de convivencia ciertos bandos intercambiaron estéticas, lenguajes y formas de ser; los gendarmes a veces se comportan como pandilleros, y los vecinos del barrio han adquirido comportamientos de gendarmes, adoptaron un modo policial de existencia, empezaron a denunciar a sus propios vecinos por motivos absurdos, a exigir más mano dura, a festejar la caída en desgracia de algún jovencito, e incluso muchos empezaron a anotarse en las convocatorias para reforzar las filas de las legiones de la represión, situaciones que antes eran escasas o nulas en los barrios populares. Así como existe un sector de la comunidad que apoya y adora el verdugeo constante de los gendarmes, hay otro sector que resiste, que se niega a bajarles la mirada y que los enfrenta con la frente en alto, esos son, sobre todo, los adolescentes y jóvenes, tanto varones como mujeres, que si bien en número son los menos, su presencia constante en la calle los hace parecer una multitud. Son los adolescentes quienes más tiempo están fuera del hogar, lo que los convierte en blanco fácil para los represores, pero también son quienes menos temor tienen a la lucha cuerpo a cuerpo. Hace pocos días en La Gardel una jovencita se trenzó a golpes con otra muy joven gendarme, previo a la riña las contrincantes acordaron el protocolo; la piba del barrio pidió que sea mano a mano y gritó a los compañeros de su rival que no se metan, exigió que la gendarme se saque el chaleco y el cinturón, la uniformada aceptó, y pidió las mismas garantías al grupo que respaldaba a la joven vecina, también acordaron no agarrarse de los pelos ni patearse en el piso. La pelea fue bastante limpia, un empate técnico de puras piñas. Desde las ventanas de los monoblocks el público observaba en su mayoría en silencio.
Pero no es lo habitual este choque mediado por los buenos modales, lo habitual es que la vida en estos barrios pareciera regir bajo toque de queda; pasó a estar casi prohibida la reunión,  donde se ven a más de 3 personas juntas en una esquina no pasa mucho tiempo hasta que irrumpen los gendarmes a maltratar, y a aclarar, que si vuelven a hacer eso volverán a estar ahí. Se amparan en muchas de las cámaras de seguridad instaladas adentro de los barrios y villas mismas, al estar el centro de monitoreo adentro de los barrios, el control social no solo es muy eficaz, sino que por cuestiones de cercanía, permite una inmediatez que no existe ni siquiera en Capital Federal.  Los niños juegan en los pasillos acostumbrados a ver pasearse efectivos armados como para la guerra, niños acostumbrados a ver como se llevan a algún familiar de los pelos por el simple hecho de estar parado afuera de su casa. No existen los feriados para esta forma de vida, pero los fines de semana la rabia recrudece; los gendarmes llegan adonde haya un cumpleaños, una “jodita”, adonde haya música fuerte o un grupo de amigos bebiendo, para cortar el mambo. Entonces surgen las escaramuzas, los jóvenes que aún no apagaron su rebeldía, que aún no se dejaron enfriar el alma popular, se le plantan a los gendarmes e inevitablemente terminan arrestados con unos cuantos golpes encima. El arresto se cumple en las mismas mini comisarias colocadas en los barrios desde la llegada de Cambiemos. Un gobierno que se aprovechó de la herencia de estos planes de seguridad para llevar a cabo más impunemente sus macabros lineamientos de mano dura.
Gendarmería Nacional no es la única fuerza presente en los barrios, en algunos lugares del Gran Buenos Aires se reparten el control con la policía bonaerense, una fuerza que mantiene otros ritos y conductas en su relación con los habitantes. Muchos vecinos tienen mejor consideración por la policía. Afloran internas y micro-rivalidades entre las distintas facciones de la “seguridad”. Hace unos días atrás en la Villa Carlos Gardel hubo un partido de futbol entre jóvenes del barrio y policías, resultando ganadores estos últimos. En medio del juego aparecieron los gendarmes como en un acto de celos, como queriendo justamente marcar la cancha, a requisar a parte de los pibes que estaban observando la afrenta. Una vez que los verdes se fueron los pibes y los policías hacían chistes sobre ellos.
Si la policía tiene que disparar a un vecino lo va hacer y efectivamente lo hacen, si tiene que encubrir a un colega gatillo fácil no habrá duda, pero a diferencia de la gendarmería es una fuerza de seguridad con una presencia más arcaica en los barrios, conocedora y parte de los códigos de los subsuelos de la marginalidad.
Más allá de estas paradojas entre las fuerzas represoras, lo que resalta en la atmosfera de los barrios es la resignación absoluta de sus habitantes a tener que vivir así, en perpetua requisa, con la posibilidad del arresto siempre abierta, más allá de cometer un delito o no.  Abruma el sentimiento de: “nos merecemos esto por vivir donde vivimos”.

Puerta de entrada.



La agricultura es una magia ascética, austera, simple, que no contiene pasos innecesarios. Pero su simpleza no debe ser confundida con facilidad, se requiere estar atento y en seria comunión con datos duros de la naturaleza. El milagro puede ser observado en simultáneo a la sensación. Nunca hay que convencerse de haber arribado a la totalidad de la información. La agricultura invita a la terca y arrogante razón a que intente no experimentar siquiera el más microscópico de los movimientos en el ángulo más inmediato de una emoción. Hasta la persona más acostumbrada y aburrida de cultivar no puede evitar ser alcanzada por alguna chispa de esas estatuas verdes animadas creciendo. No se trata de respetar a la tierra, una palabra tan represiva y arcaica como respeto poco puede tener que ver con la anarquía de la tierra. La tierra no habla nuestro lenguaje, no entiende nuestros códigos pero descifra rápidamente nuestros supuestos enigmas. Por lo tanto si se cultiva cannabis en tímidos números al macho apenas descubierto hay que devolverlo a los infiernos. En caso de que la persona cultivadora esté dando sus primeros pasos o incluso momentos previos, como el primer gateo, es inevitable caer en la tentación de los placeres que brinda la soberbia. Nadie nace sabiendo, enseñan las tablas, la mayoría nos burlamos de esa advertencia. Ante el derrumbe de una verdad que considerábamos inmortal nuestra reacción cultural es presentar un recurso de amparo. Dilatar los tiempos hasta el juicio oral, elevar aún más la curva de la frente, espantar el brillo de la retina, secar las cejas.  El no quiso escuchar a su novia cuando vino y le dijo que había que sacar al macho. Ella fue tierna para explicarle, el macizo, bruto, trucho en su cinismo. El macho siguió y siguió sacando semillas, se calcula que polinizó unas 27 plantas en un radio de 430 metros.  Muchas de esas plantas dejaron sin mesías a la mayoría de los que esperaban una monarquía de cogollos.  El siguió acompañando a su machito hasta el último de sus días y negándose a comprender la arbitrariedad de su infortunio decidió fumarse las hojas. No aceptó siquiera googlear. En soledad sometió su garganta a tormentosas picazones. Una vez que consumió todo decidió tomarse revancha y tiró a la basura todos los elementos y  símbolos con algún tipo de relación con la planta que hasta ayer adoraba en fanáticos rituales. Su agresividad aumentó y su novia cortó la relación, pero él seguía con el pecho erguido y redoblaría la apuesta. En cuestión de meses se convirtió en un enemigo titánico del cannabis. Interviniendo en cuanta discusión, foro o meme se cruce por el camino. Con argumentos que competían en ridiculez y delirio aturdió el oído de sus amigos más cercanos, que también empezaron a suspender los vínculos con él. Pero no estaba solo, mientras más crecía su odio y su enojo más compañeros hallaba, que compartían su aversión a la marihuana. El sentía por primera vez estar involucrado en una causa justa, tanto lo habían acusado de egoísta que ahora se pasaba la semana entera yendo de reunión en reunion, siendo el primero en llegar y el último en irse. Hasta armó una página de Facebook llamada “La puerta de entrada”, luego con ese mismo nombre bautizaron a la asociación que en solo 1 mes llegó a juntar 300 solicitudes de socios y socias y en 3 meses 6.000. Empezaron a recibir apoyos oficiales de funcionarios y donaciones de sectores evangelistas. Su fama se incrementaba por minuto gracias a una carismática oratoria. Con una bolsa llena de leyendas llegó a pasearse por algún que otro micrófono mediático. Advertía de riesgos diabólicos a los padres aunque se defendía con supuestos criterios científicos. También se usaba como ejemplo, relatando en primera persona anécdotas de su antiguo vicio, exponía los malestares y horrores que sufrió por fumar cannabis, invitaba a que lo consuelen pero sobre todo a que lo perdonen. Los sábados a la noche se juntaban en su departamento sobre avenida Libertador a escabiar las personas más comprometidas de “La Puerta de entrada. Crearon canciones de protesta, procrearon, formaron familias entre varios de los integrantes. Todos se sentían parte de algo grande, algo que daba un sentido certero a sus vidas. La existencia ahora valía la pena. Casi nunca había disenso entre ellos, utilizaban la herramienta de la asamblea, y las votaciones transcurrían en calma y siempre con rápidas resoluciones. Exhibían una envidiable seguridad de sí mismos.
Una tarde fría pero soleada de Junio se cruzó con ella, su ex, que caminaba con una sonrisa resplandeciente alrededor de la plaza donde se había juntado el grupo anticannabico a repartir volantes. Ella lo vio y lo saludó a la distancia, el no devolvió la gentileza. Ella sintió pena por él mientras daba el último beso a un grueso porro armado con las flores de su propia cosecha.

La vida del miedo.


Un fantasma recorre nuestra sociedad y es el fantasma de los pibes chorros. Los resultados que arrojan todas las famosas encuestas de la Hegemonía cultural ubican al problema de la inseguridad a la cabeza de todos los males. El espectro de estos jóvenes faunos ya no solo atemoriza sino que ha modificado la vida misma de nuestras sociedades. La gente vive con miedo real. Todas sus conductas y costumbres pasaron a estar organizadas en torno a ese miedo. Las familias se gastan fortunas en adquirir equipos de seguridad, tanto tecnológicos (cámaras, alarmas) como humanos; es decir, los vigilantes, guardianes, etc. Pero ese miedo, no se agota en la definición clásica del diccionario que habla de una “Sensación de angustia provocada por la presencia de un peligro real o imaginario”. No es un miedo pasivo, que se queda a la espera del arribo de las bestias, es un miedo activo, que hace vivir, que fecunda motivos de conversación, que junta y une a las personas, que las ayuda a encontrar rápidamente un sentido existencial. Encuentran una razón para justificar sus días remodelando los cuidados para que no les roben algo. El peligro latente del “caco” los mantiene alertas, los hace pensar y sobre todo les ayuda a expresar y liberar emociones. Se manifiesta un odio visceral que se corresponde con un amor cada vez más grande hacia la propiedad y objetos de consumo. A más amor hacia las cosas más odio hacia quien pretenda quitármelas. Por eso podemos hallar todos los días en los muros de Facebook el relato de aquellos que cuentan a través de insultos y maldiciones que les fue robado su celular. Marcando su furia, exigiendo venganza.

Siempre se considera robo el robo directo de los objetos, pero pocos tienen en cuenta la planetaria administración delictiva que tutelan esos objetos. Pocos asignan con el mismo rotulo de robo a las cifras que debemos abonar cada mes a las compañías multinacionales que administran nuestros equipos telefónicos, los aumentos repentinos, los precios de servicios que supuestamente iban a ser unos y terminan siendo otros. No, la gente común como se dice, no puede ni quiere aceptar que eso es un robo, le buscan otro nombre, a veces corrupción, otras avaricia o ambición. Se justifica de mil maneras diferentes el hecho de que no podemos igualar y equiparar a los sujetos dueños de compañías, o al empresariado en general, con los pibes chorros. Quien escribe, sabe que al plantear este tema se somete al peligro de la malinterpretación nerviosa, y a ese grito ridículo de la ira ciudadana que inmediatamente si uno habla de estos problemáticas te bendice con frases del estilo: “Eso porque a vos no te robaron, espera que te roben y vamos a ver si seguís pensando lo mismo” “¿Qué, estás haciendo apología del delito?”. El rechazo, el silencio y la violencia que genera remarca su actualidad, afirma su urgencia y la profunda necesidad que tiene el campo intelectual de engordar el tamaño y la calidad de la bibliografía al respecto. Es un problema para nuestra sociedad que pocos pueden abordar este problema desde un lugar original. El sentido común y la dinastía mediática nos empujan a odiar a esos pibes, y es un odio ni siquiera productivo, que transforma a todos los análisis en balbuceos llenos de ira.
La mayoría de los llamados pibes chorros son aquellos que cometen delitos contra la propiedad y nunca o casi nunca cometen ataques del orden sexual. Se busca sobre todo sustraer el bien material. La mayoría de ellos se declaran delincuentes y el violador para sus códigos marginales es digno de desprecio y muerte. En cambio en el ámbito público el criterio moral de las masas frente al violador no suele ser el mismo con el juzga a los pibes chorros. Por dar un ejemplo; en el vagón de un tren una chica empieza a gritar que algún hombre está acosándola, es muy probable que muchas de las personas que viajen en ese momento no intervengan, y si lo hacen lo harán muy tímidamente. Muchas mujeres conscientes de esta indiferencia no se animan a estallar de furia cuando sufren todos los días estas aberraciones. En cambio sí alguien gritara que alguien le robó el celular todo el vagón, el tren (y los que esperan en la estación también), harán lo posible e imposible en capturar, linchar y si pueden despedazar al ladrón.

Linchar a un pibe chorro es una puerta hacia la redención, siente el ciudadano. Cree que así se transforma en un verdadero héroe moderno. No alcanza con decir que a esta situación se llega por la manipulación incesante de los grandes medios de comunicación, que necesitan de la inseguridad para generar contenidos y rellenar el tiempo al aire. La inseguridad como nos dijo Foucault se sabe ya hace décadas es una materia instalada en los medios como el clima o los deportes. Pero si imagináramos un panorama donde los medios dejan de existir, el sentimiento de odio y venganza que siente la población civil hacía los pibes chorros no decrecería en nada, se mantendría tal cual o se inventarían otros medios para exhibirlo y educar a las masas bajo la sombra del miedo. “Uno vive "del", "por", "con", "en contra" y "en favor del" delito, pero no son sin él” decía el gran Elías Neuman. También me resulta necesario aclarar que intento no pensar a los pibes chorros como simples chivos expiatorios del capitalismo o feroces consecuencias de la desigualdad del sistema. Marx, en su texto que nunca me cansaré de citar “Elogio al crimen”, resalta que el delincuente produce riqueza, tanto material como simbólica, por lo tanto si produce es causa más que consecuencia, es lo que produce, no el producto. Por eso es una presencia necesaria y fundamental para el armado de nuestra sociedad. Una pieza indispensable del rompecabezas. En el plano económico, siguiendo la reflexión de Marx, el pibe chorro es la razón del salario de múltiples y variadas disciplinas. Desde el policía al abogado, desde el trabajador social al psicólogo social y el psiquiatra, pasando por los periodistas de policiales a los empresarios que vendan sistemas de alarmas, todos están determinados conscientemente a la labor del pibe chorro. Y en el plano imaginario también es generador de empleo y una renovable materia prima, ya que son muchísimas las películas y series de televisión que desde un punto de vista ridículo, morboso e inverosímil viven abordando el tema de la delincuencia y la marginalidad. El público para obras artísticas que representen el mundo delincuencial no falta ni escasea, al contrario sobra. “Vuestra literatura, vuestras bellas artes, vuestras diversiones de sobre mesa celebran el crimen. El talento de vuestros poetas glorifican al criminal, que en la vida odiáis” decía con una precisión Jean Genet en su pequeño gran texto “El niño criminal”.

La figura del pibe chorro es imprescindible para el capitalismo, este es un correlato de aquel, una miniaturización de su esencia. La violencia del pibe es una representación menor de la violencia sistemática de dicho sistema. El pibe es una continuidad del orden, no una ruptura de este. Un sistema sustentado en el robo, organizado en base a la propiedad (que es el primer robo como decía Bakunin) un sistema donde se nos obliga a consumir, donde el prestigio, la felicidad y el placer son determinados por la capacidad adquisitiva y el capital simbólico, es decir por la cantidad de dinero que se posea o la cantidad de saber acumulado. Donde pocos dudan en exhibir opulentamente sus adquisiciones materiales y simbólicas frente a la miseria. Pero la violencia in-nata del capitalismo en todas sus formas es naturalizada por el ciudadano, no molesta, no se cuestiona, al contrario se defiende, se lucha por ella. Me pueden robar la fuerza de trabajo, la mayor parte de mi tiempo biológico, pueden sacarme mi trabajo, mi casa, pero un negro de mierda no puede robarme nada. El asaltado accede a una ira cósmica, sobrenatural. El robo sufrido los hace descubrirse a fondo. Gracias al pibe chorro el ciudadano se involucra en su realidad social, protesta, sale a marchar, convoca a otras víctimas como él, se reúnen, hacen pancartas, piensan consignas, logran modificar leyes etc. Otros gracias al delito sufrido se transforman en flamantes políticos profesionales.

Ahora es necesario hablar de los lugares de donde suelen salir esos pibes chorros. Vaya casualidad y aunque duela que la información sea tan evidente, la mayoría de ellos viven en villas miserias o barrios populares, quizás puede haber casos de pibes no provenientes de un ambiente de pobreza ni de estructuras familiares rotas, pero en la estadística ese número es irrisorio. Basta pegarse una vuelta por cualquier cárcel a realizar una encuesta y se encontrará con lo que todo el mundo sabe; a la cárcel van los que cometen delitos, sí, pero con la condición indisoluble de que sean pobres. Actualmente en esos espacios de donde provienen la gran parte de los pibes chorros encarcelados no hallaremos ningún síntoma de piedad por parte de la población de sus pares hacia ellos. Todo lo contrario, se lincha también a los pibes chorros, se los denuncia, se llama a la policía y se los apunta en la villa misma. Lo llamativo es que esos pibes chorros muchas veces son hijos o familiares directos de los denunciantes, que antes de intentar contener o escuchar las razones que tiene el pibe para salir a robar prefiere entregárselos a las fieras del universo penal.

¿Qué puede pensar alguien que pasa con el colectivo y ve una villa rodeada de patrulleros, perros, caballos, y hasta un helicóptero sobrevolando continuamente? ¿Qué se genera en el alma de los niños que crecen sumergidos en esas imágenes de decenas de efectivos exhibiendo sin pudor sus armas, cascos y tanquetas al lado de ellos? Los pibes chorros están abandonados hasta por su propia familia, son perseguidos y odiados por su propia aldea, que quizás eran los únicos y los últimos capaces de poder ayudarlo a que dejen el camino de las armas y la violencia. Ante toda una sociedad que los ubica en el lugar de la monstruosidad los pibes no hacen más que asumir su rol. Me recuerda a una frase de Iván el terrible II, la obra maestra realizada por Eisenstein, cuando en un momento Iván dice algo así; “Soy el que quieren que sea, ¿acaso no dicen de mí que soy terrible?, pues seré ese entonces”.

Lo que la sociedad, los gobiernos, las ciencias sociales parecen o simulan no entender, es que todas los pibes chorros no son ningunos monstruos ni cuerpos poseídos por el demonio que es necesario exorcizar. Son pibes que siguen la lógica del capital y su ilusión de acceso, seres determinados a nunca tener capital pero que tienen fe en él y en sus ofertas, como la mayor parte de la sociedad, que los medios para alcanzar los fines capitalistas (Comprarse cosas, tener éxito, ser respetado por la cantidad de posesiones, etc.) irremediablemente necesitan de la violencia. Los pibes quieren tener el lujo que les ofrece el sistema cómo único garante de placer. La manera que tendrán miles de jóvenes de nuestro país en subirse a un buen auto será robándoselo. Las alternativas para ellos como se sabe son los trabajos que nadie quiere hacer, siempre y cuando exista la demanda de esas tareas laborales. Los pibes de las villas también quieren bailar por un sueño, quieren el brillo de la fama de los futbolistas. La publicidad les dice que todos somos parte del mismo mundo, pero no todo el mundo vive en las mismas condiciones materiales.
El pibe chorro es una pequeña escala del gran capitalismo, una remake de bajo presupuesto de los grandes delincuentes, que nadie nunca ha linchado ni ha pensado en linchar. Por un lado está la derecha que solo propone como solución asesinar a esos pibes o bajar la edad de imputabilidad. Por el otro lado está la izquierda, que clásicamente los considera Lumpen-proletariat en un sentido despectivo, es decir como saboteadores de la conciencia de clase, traidores a la clase trabajadora, etc. Y luego está la tercera posición, la que cree que la solución es un tímido paternalismo más discursivo que tangible, ya que en los hechos luego también se los segrega, margina o se los trata como a monitos. Todas estas reflexiones en torno a los pibes chorros, parten de una premisa; anularles la voz y su fuerza subjetiva.

Muchos de los pibes chorros antes de serlo fueron niños de la calle. Nuestras vanguardias iluminadas afirman que detrás de los niños de la calle hay siempre un adulto manejándolo como un títere. Es la excusa predilecta para no brindar siquiera unas limosnas a esos niños de la calle. Pero si se investiga con seriedad uno se va encontrar que existen niños que ya no son niños, sino veteranos. Indudablemente existen adultos que se aprovechan de alguno de ellos por la diferencia de fuerza física. Pero hay cientos de niños de la calle que son autónomos y reyes absolutos de su realidad. “Más el joven criminal rechaza la indulgente comprensión, y la solicitud, de una sociedad contra la que acaba de rebelarse cometiendo su primer delito. Habiendo adquirido a los quince o dieciséis años, o antes, una mayoría de edad que los más valientes no tendrán ni siquiera a los sesenta, él desprecia su bondad” (Jean Genet).


La espalda de una amistad.


Enojada la lluvia empezó a caer justo un momento después del último disparo. Un rayo hizo temblar toda la zona cuando el policía se acercó sin dejar de apuntar hacía el cuerpo tendido en el piso, de una elegante vereda de baldosas con forma de estrellas.
-¿Está muerto?-. Preguntó su compañero desde el patrullero. Asintió con la cabeza, sin dejar de apretar firmemente su arma con las dos manos. Dio vuelta al cadáver para verle la cara a su víctima y casi el arma se le cayó de las manos, a quién había asesinado era a uno de sus mejores amigos de la primaria. Sintió un pequeño magnetismo que lo arrastraba hacía adentro, casi le gana la desesperación pero rápidamente encontró que su acción estaba justificada. El mismo clamor social era su respaldo. Pero desde las profundidades de su cabeza lo perturbaba un sonido. Pidió una ambulancia. Sus ojos no podían desclavarse de esos otros ojos ahora inertes y secos, de su viejo amigo. Recordó un dato que le pinchó la nuca, cumplían años con 3 días de diferencia, se agachó y como pudo prendió un cigarrillo, la lluvia ahora eran latigazos a causa del viento, fumó con fuerza para que no se apague. A su espalda su compañero lo quedó mirando desde el patrullero, no adivinaba pero intuía lo que estaba pasando. Gritó desde su lugar;
-¿Lo conocías?
-No, no lo conocía. Fui su amigo.
Valentino y Tiziano vivían a menos de 50 metros de distancia en un barrio popular. Fueron a la escuela juntos y también compartieron algunos años de futbol infantil. Valentino era arquero, Tiziano un delicado 5. Una tarde de invierno, Tiziano, en el segundo recreo de la escuela tuvo problemas con la banda de Séptimo grado, 2 años más grandes que ellos. Cuando ya estaba acorralado, ya había recibido algunos cachetazos y un gigante estaba a punto de aplastarlo, apareció Valentino y en un salto le abrió la cabeza con una virgen de macizo yeso al gigante, que luego de unos pasos en falso perdió el conocimiento para el susto de todos. Al otro día Valentino era el personaje más aclamado de la escuela, mientras el líder de la banda de séptimo se quedó en su casa, avergonzado de aparecer con un moño blanco en su cabeza. Valentino fue suspendido 2 días, la virgen no sufrió un rasguño gracias a la calidad del material con la que estaba hecha. Ahora era respetado y querido por haber saltado en favor de un débil.
Esa no había sido la primera vez que uno acudía en rescate del otro, elevada era la cantidad de peleas, de guerra de piedras contra enemigos del mismo barrio o que se cruzaban en alguna plaza. Pero no eran el clásico dúo de acero, se veían muy cada tanto por fuera del ámbito escolar. La disciplina familiar con la que era criado Tiziano lo impedía. Su padre era albañil y su madre empleada de limpieza. Ambos estrictos practicantes del evangelismo criaban al mayor de sus 3 varones con leyes de fuego. Pero no vivía en una burbuja, sabía manejarse muy bien en la calle y gracias a ir a karate desde chico tenía un comodín para manejarse en ese mundo. Valentino en cambio vivía bajo otros colores, era el mayor de 4 hermanos, único varón, y quedaba siempre al cuidado de las 3 niñas, ya que su padre estaba preso desde hacía mucho tiempo y su madre siempre se la rebuscaba trabajando de distintas cosas o saliendo a cirujear, aunque solía derrochar parte de su pequeño sueldo en el bingo. -Al menos tengo una relación rara con la suerte, hay gente que tiene solo relaciones malas con ella- Decía y no era una exageración, había días donde efectivamente le iba muy bien. A pesar de vivir en un pequeño rancho con techo de chapa, con solo 2 piezas y un improvisado piso de cemento, la casa contaba con algunos relucientes electrodomésticos, arribados después de alguno de esos momentos de buena suerte. Pero el azar y la contingencia eran luego del resultado favorable, en la incertidumbre o en la ausencia de la providencia pasaban meses enteros de arroz o de fideos hervidos, ya que también debían tratar de ayudar con lo que se podía a su padre enjaulado. Cuando Valentino cumplió 14 años no tuvo ningún regalo, no hubo para ninguna torta ni fiesta alguna.
En sus pies había unas zapatillas muy gastadas y ambas con su pico ya descocido. Su mamá también cumplía, pero 6 meses de no conseguir un empleo. Habían vendido la mayoría de los electrodomésticos. Valentino había defendido a capa y espada al televisor, pero un incendio cerca había arruinado la conexión clandestina del cable. Así que como autoregalo de cumpleaños decidió venderlo. Con ese dinero alcanzó a comprarse unas zapatillas de imitación que a la semana se le habían roto. Quizás eso fue un quiebre. El desembarco en la pubertad, la adolescencia superior generaron en él una severa angustia. No supo soportar más la miseria de su casa que ahora ya no contaba con el consuelo de al menos contar con algunos aparatos. La suerte parecía haber renunciado indeclinablemente  a volver a aparecer por la vida de su madre, que había empezado a gastar en alcohol los pocos ahorros cosechados a lo largo del tiempo. Valentino nunca fue de drogarse y tomaba muy poco alcohol, todo el dinero que conseguía en sus robos iba para renovar su vestuario, comprarse perfumes, sentir en algo la fragancia del capitalismo. Tiziano y Valentino estuvieron bastante tiempo sin  verse ya que el segundo había dejado la escuela hace 2 años, recién se volvieron a encontrar cara a cara para los 15 de una amiga en común. Valentino vestía con ropa reluciente y recién comprada, Tiziano en cambio había ido con uno de los 2 o 3 vestuarios fijos que tenía. Sintió un poco de envidia al verlo al otro vestido así, además rápidamente se dio cuenta de donde había sacado la plata. Pero ya adentro bailaron, sonrieron y tomaron con genuina camarería. Al finalizar el cumpleaños una lluvia furiosa sorprendió a Tiziano mientras volvía caminando a su casa. Temblaba de frío, era otoño y había ido al cumpleaños en remera. Desde atrás apareció Valentino tirando corte en una moto.
-¡Subí amigo que te llevo hasta el barrio! Tomá, ponete esta campera.
Fue bendita esa aparición, estaban como a 30 cuadras del barrio y el diluvio hizo que Valentino tenga que hacer muchas maniobras jugadas subiendo y bajando de veredas, frenando incluso a veces para buscar refugio. En una de esas paradas, mientras observaban la furia del agua pinchando el asfalto, volvieron a recordar el día de la virgen abriendo la cabeza de ese Goliat del séptimo grado. Unas bellas carcajadas se mezclaron con las primeras sonatas de los pájaros. No se fueron a dormir, se quedaron ranchando en una esquina con otros pibes y pibas. Tiziano sacó de un bolsillo una bolsa de merca, se tomó un pase y le ofreció al resto, para su desgracia casi todos aceptaron, menos Valentino.
-Esa mierda te arruina amigo, no sabía que tomabas, cuando se entere tu papá el pastor te va a matar- Reprochó molesto.
-¿De quién te pensás que aprendí?- Valentino quedó perplejo, no podía relacionar la imagen de un adicto a la cocaína con la de ese padre severo, disciplinado, que parecía que hacía todo bien y se la pasaba sermoneando a todo al que cruzaba. Valentino no sabía que la inmaculada familia de Tiziano había comenzado a desintegrarse, ya no iban a la iglesia y la madre había abandonado a su padre, cansada de los golpes y las humillaciones. Valentino se fue a dormir, pero el resto se quedó en la esquina. Esa tarde lo detuvieron, porque en una de las razzias caminantes de la gendarmería por el barrio le encontraron dos balas, una en el bolsillo de un pantalón Adidas rojo, la otra en una de sus medias. “Es para la suerte” les dijo a los gendarmes. Pasaron 2 años de ese amanecer en la esquina hasta que Tiziano y Valentino se volvieron a cruzar. Fue en un colectivo. Valentino iba a comprarse ropa y Tiziano volvía con su bolsito de la academia de policía.
-¡Te hiciste ortiva amigo!- Tiziano no era el mismo, sin mover un musculo de la cara le respondió;
-Ningún ortiva amigo, un servidor de la comunidad-. Todo el colectivo escuchó esa frase y casi hubo un aplauso, lo miraron con pleitesía. Valentino se rio y un poco odió su alrededor. Antes de bajar Valentino con picardía le gritó a su amigo y a todo el colectivo;
-¡Mirá que el uniforme no te borra que sos un villero!-. Esas palabras no hicieron ningún eco positivo en Tiziano, más bien todo lo contrario. Lo enfurecieron, le molestó que le recuerden de donde era en público, en los meses que llevaba de formación lo había ocultado a sus colegas, trataba de refinar su vocabulario, se esforzaba por formatear el pasado. Aunque no había dejado la merca, y según había escuchado de la mayoría de sus compañeros era una droga fundamental para su trabajo. Te mantenía despierto y alerta para las guardias largas y habituales de un oficial. Te daba adrenalina y hacía que todo sea menos aburrido. Sus padres se reconciliaron y una de las motivaciones fue la alegría de ver a su hijo con un uniforme. Iban los 3 juntos a la iglesia. Para su sorpresa el barrio recibió con brazos abiertos su profesión elegida. En los almacenes le regalaban mercadería, lo saludaban casi todos los vecinos, lo felicitaban, lo aconsejaban, aprovechaban cada vez que se lo cruzaban para denunciar y blasfemar contra otros. Más pibes del barrio y sus hermanos menores le siguieron el ejemplo y decidieron anotarse en la fuerza. A Valentino pasaron meses y no se lo cruzó.
-Mató a un soldado de un transa y se tuvo que ir del barrio, él y toda la familia, le prendieron fuego la casa.- Le contó uno por ahí. El orden social de la villa había cambiado, ahora se adulaba a los policías y los transas eran los que tenían el poder real y simbólico. Todo al revés de como eran las cosas en su infancia.
-¿Y sabes en que barrio anda?
-Acá cerca.
Ese jueves de otoño empezó con nubes y pequeños truenos que anunciaban una tormenta, la luz era opaca y la humedad espesaba todo. Tiziano y Valentino acababan de cumplir 20 años y ambos sentían que habían nacido para esto. Arriba del patrullero Tiziano era el copiloto, luego de unos mates y unas medialunas, el dúo policial aspiró cada uno por su lado tres fragmentos del veneno color nube. Por la radio avisaron que estén atentos a una moto negra, con “dos masculinos de 20 años aproximadamente, quien maneja lleva una campera Azul, posiblemente armados, vienen de hacer una salidera”. Prendieron las sirenas y el patrullero salió arando, como hacen los pibes chorros cuando se roban un auto. A las 5 cuadras casi chocan a la moto que buscaban, pero no eran 2, sino solo el que manejaba. Empezó una persecución.
Ni 50 metros duró, cuando Tiziano que iba del lado del copiloto saco su arma reglamentaria por la ventana y empezó a disparar, los 3 tiros que salieron de su arma dieron en la espalda de Valentino a pesar que este iba por la vereda aprovechando su experiencia de contorsionista en la conducción de rodados. Tiziano, desde el comienzo de su formación, había demostrado una relación afectiva con la puntería.
Valentino había descartado su arma con su compañero, quien también logró huir con el botín. Tiziano en ese momento no lloró, los vecinos de la cuadra que salieron y acudieron al lugar de los hechos empezaron a aplaudirlo y a expresar loas. Dos vecinos escupieron el cuerpo a la altura de la cara, una chica muy joven lo pateó para luego maldecir haber manchado sus relucientes zapatillas con la sangre del “malviviente”. Cuando Tiziano pudo después de todo, estar sin gente cerca, en el lecho del sueño, solo con la noche y los misterios, rompió en un llanto leve, le habrán caído como mucho 4 lagrimas. El detalle que lo atormentaba era haber matado a su amigo y que este justo lleve puesta en ese momento la campera con la que lo había salvado y asistido en el pasado, en otro día de lluvia furiosa. Tiziano a los pocos días fue recibido por el mismísimo intendente, lo ascendieron, se mudó de inmediato, se compró una muy buena moto y en su ropero ya tiene varias elegantes camperas.



Neologistas sin diploma.



Los dialectos, la jerga, lo que algunos llaman el lunfardo, lo que en las barriadas populares se denomina berretines, el hecho de que aún subsistan lenguas y códigos discursivos propios y espontáneos entre las distintas tribus subterráneas de la sociedad, es una victoria, porque si hay algo que quiere el capitalismo es la homogeneidad expresiva. Pero es solo una victoria entre la multitud de batallas. La guerra semiótica es permanente. En todo espacio de la vida existen los “Equipamientos colectivos capitalísticos” (F.Guattari)  que cuentan con toda la estructura educativa a su servicio para tratar de barrer toda palabra que sea ajena a la esencia de lo enciclopédico. El lenguaje es norma. Por lo tanto también puede ser ruptura.
En la excusa de que se busca que los pibes (sobre todo los nacidos en ámbitos de pobreza) “hablen bien”, en realidad se esconde una forma de represión que nada tiene de abstracta. En la escuela nos dirán que ese tipo de palabras son un síntoma de un sujeto que no respeta las normas y los códigos de convivencia. Si se pretende eliminar esos vocabularios autóctonos es porque son palabras que se las considera improductivas para la maquinaría de signos oficiales. Pero hablar de improductividad de los dialectos es una falacia. Se necesita de su existencia. Son una reserva para representar las fantasías que los supuestos normales tienen sobre los otros, sobre los diferentes. Se lo utiliza como inspiración de chistes en todo el repertorio de imágenes de la vida social. El dialecto en las series de televisión y el cine genera risas despectivas y humillantes más que irónicas. La clase media se deleita jugando a hablar con ese dialecto extraño que brota de las villas y las cárceles. Como así también se ridiculiza al acento de las personas que vivan en provincias que no sean Buenos Aires. No hay una reflexión profunda sobre los orígenes y las posibilidades de las palabras marginadas. A lo sumo se menciona las letras del tango, de un siglo atrás, que los pibes de hoy desconocen. Letras de una época donde la población marginal en su mayoría vivía en otros espacios. No existían la cantidad de villas, asentamientos y cárceles de hoy en día. Tampoco eran similares las formas de relacionarse, los estilos, las formas de violencia. El lunfardo contemporáneo aparece en la cultura solo barnizado de estereotipos. Es más cómodo evocar al pasado, que aceptar la falta de tacto para acariciar las novedades contemporáneas. Como un mecanismo de defensa se ridiculiza algo que desborda de originalidad. 
Pero un villero o un “convicto” resplandecen cuando se expresan en su verdadera lengua, sin avergonzarse, sin pedir permiso, sin arrodillarse ante nadie, sin agradecer entre lágrimas las migajas epistemológicas que les arrojen.
Esa jerga propia es el único capital cultural y simbólico (entendiendo estos conceptos como Burdieu) con el que cuentan los pibes de las villas, los que están en la cárcel, los que viven en el campo, la minoría representativa cualquiera que aún preserve y actualice su dialecto. Este, muchas veces es la única posibilidad que tendrán de realizarse subjetivamente. Al no tener el dinero suficiente para poder estudiar alguna disciplina artística, les queda como consuelo y redención su lengua. Es en ese plano donde desarrollan un talento mágico, empleando palabras llenas de música, que se bailan mientras se dicen. Saben transformar en sinfonía a la frase más vulgar. Pero el ingenio no se agota en lo expresado que creó otro; además de ser técnicos con la palabra son inventores. La creación de nuevos términos es una necesidad, casi una obligación. Lo que era una frase de moda rápidamente pasa a quedar vieja. Los pibes compiten por ser el más moderno entre los neologistas.
Wikipedia define el significado de Neologismo, como “palabra o expresión de nueva creación en una lengua” y continúa dando un ejemplo “Los neologismos pueden surgir por composición o derivación, como préstamo de otras lenguas o por pura invención, el lenguaje científico y técnico utiliza gran cantidad de neologismos”. Es interesante observar como la versión oficial del concepto está llena de política, cuando aclara que la capacidad neologista suele ser una virtud en los miembros de la ciencia. A partir de esa justificación es que se considera a alguien de la villa incapaz de poder crear un neologismo. Porque un villero, así no lo sea, será tratado como analfabeto. En esta tiranía de las “buenas palabras” ejercida sobre las malas palabras, casi no existe distinción partidaria, aparece más allá de los apetitos ideológicos. Inclusive aquellos que se identifican con las banderas progresistas pueden terminar actuando como reclutas de los diccionarios. Al ser ellos efectivamente los que están más presentes en los barrios de clase baja, en villas miseria y cárceles, a veces inconscientemente terminan siendo la mano de obra que ejecuta masacres de poesía. En el “tratamiento” que hacen con los pibes no pueden evitar generar interferencia en el canal donde el dialecto fluye. Interrumpen cada vez que los  pibes manifiestan sus neologismos. Cómo ofendidos de no ser parte de ese mundo, despechados por no hablar esa lengua, se comportan como policías de la gramática. Comportamientos autoritarios en aquellos que combaten a la policía en todas las marchas y en todas sus expresiones. Doy un ejemplo preciso; El barrio donde vivo oficialmente se llama Barrio Carlos Gardel, pero todo el mundo que vive acá le dice La Gardel, el pronombre es en femenino porque somos una villa miseria, tal es el nombre oficial usado para denominar a estos territorios con características de segregación socio-económicas precisas.
Cuando existen gobiernos con una concepción intervencionista del Estado comienzan a arribar a estos espacios de vulnerabilidad social diferentes programas de contención y de distribución de derechos. Cuando gobierna una derecha colonial cómo la de hoy en día, esos programas se desmantelan. Aun así y frente a ese panorama es importante preguntarse ¿Qué sucede cuando los agentes del Estado llegan a una villa miseria y escuchan esa estética del habla tan particular? Lo políticamente correcto, es considerar a estos programas como un bien en sí mismo, pero en estos tipos de proyectos estatales abunda una verticalidad alevosa hacia los habitantes-asistidos. Ante el agente estatal el habitante bloquea su devenir-lingüístico en lo inmediato. Estos agentes piden que no se llame más a la villa “La Gardel” sino “Barrio Carlos Gardel”. Según ellos mantener la idea de villa en el nombre es “estigmatizante”. Ahora bien, ¿No resultaría lo más “democrático” que se deje llamar a las cosas por el nombre que decida la gente que vive allí? ¿Por qué imponer  enunciados según el juicio del agente del Estado-Saber? Y además ¿Por qué el pibe de la villa no tiene el mismo derecho a rebautizar el barrio donde vive el que dice estar ayudándolo?
El educador no dice; “yo te obligo a que llames a tu barrio como quiero yo y vos le pones el nombre que quieras al barrio donde vivo yo”. Propone ejercicios democráticos tales como asambleas, debates en círculo donde esas radiantes palabras de la jerga no tienen cabida.  Tampoco se las usa como una estrategia para ganar confianza en la relación. No, se las menosprecia y subestima. El agente estatal da las órdenes, y el habitante-asistido debe obedecer o puede perder o ver suspendido algún beneficio esencial para su supervivencia material, como una beca, un subsidio, etc. Los agentes estatales llegan a gozar de este juego, disfrutan sentirse con el poder de otorgar o quitar derechos.
Los docentes en vez de aplicar sus criterios de enseñanza teniendo en cuenta las configuraciones culturales propias de cada segmento social, en vez de mezclar la pedagogía con la forma de hablar-ser (se habla como se vive) de las nuevas generaciones, aplican metodologías atravesadas por el rigor disciplinario, incapaces  de elevar, estimular o intensificar la potencia creativa.
“La escuela ha tomado el relevo del ejército y la iglesia” dijo Guattari. Es en todo ámbito educativo (privado o público) en donde se materializa la moral del lenguaje. En esa rutina binaria donde se impone el mito de que hay un hablar bien y un hablar mal se garantiza que los que hablan bien tengan más chances de pertenecer dignamente al sistema y sumergirse en alguna de sus infinitas ramificaciones que los que hablan mal, y está determinado que los que hablan mal cumplan las tareas laborales más pesadas o sirvan como reservas de la burla social.
El pibe ante el constante bombardeo suele rendirse. Se avergüenza de su habla. Nunca estará orgulloso de las palabras que inventó, piensa que fueron solo un pasatiempo en un momento específico. Qué él y sus palabras nuevas son insignificantes. Por eso las abandona y en muchos casos el mismo comienza a burlarse de los que hablan diferente. Es allí donde comienza el milagro, porque la jerga sigue existiendo igual, como ignorando toda la maquinaria que la acorrala y pretende aniquilar. Mientras más la persiguen más se renueva. El rostro de esa jerga es siempre juvenil, elude en zancos los puntos de control de cada época y su hablar correcto. En la calle, en las cárceles, los neologismos son símbolos dinámicos de pertenencia, están siempre en devenir. Son la contraseña para ingresar al mundo de los adolescentes. Aunque la comunicación a través de la jerga dure solo un rato de la vida y luego surja la vergüenza, será siempre un recuerdo especial, un monumento que perturbará la memoria.
A la cárcel algún preso le puso “tumba”, hoy le dicen “La Cajita”. Rápido se dice “a las chapas”. “Hace la isa” es estar atento a que no venga nadie. Te hicieron “la Ika”, es cuando caíste en alguna trampa. “Ruchi” es alguien falso, traidor. “La herramienta” es  un arma o una faca. La lista es inmensa. Los supuestos monstruos o cuasi-simios de la sociedad tuvieron que poner a funcionar altas cantidades de  neuronas para fundar o reemplazar el uso de ciertos términos por otros, pero son poetas inseguros de su poder. Por eso el que viene a educarlos hace que memorice los símbolos de su clase, pequeño burguesa y desprecie los de la suya, sub-proletaria. A este inmenso inventario de palabras raras no se lo toma en serio, sino todo lo contrario. Se lo ridiculiza, algo que exhibe un testimonio directo en las aberrantes representaciones actorales en el cine y la tv a la hora de intentar retratar estos universos marginales de donde nacen estos dialectos. Se fuerzan las muecas, se homogenizan personalidades más que heterogéneas. Como si hubiera un modelo universal de villeros y convictos.
Pero los dialectos seguirán resistiendo, son una reacción natural ante el capitalismo y sus dispositivos ideológicos. Una consecuencia inesperada de la ausencia estructural de las herramientas del arte y el pensamiento entre las clases populares. Allí donde la idea es arrojar a millones en la ignorancia y la brutalidad, nacen otros saberes y por añadidura, dialectos. Los “exploradores de las ciencias sociales” mientras se mantengan en una postura soberbia y arrogante, regocijados en corregir los errores ortográficos, serán privados de acceder a los detalles y secretos mágicos del mundo de los símbolos que adornan las relaciones humanas en la precariedad de una villa o el hacinamiento de una cárcel. Deben cuidarse de no quedar ellos ante sus otros como los ignorantes. Y cabe preguntarse donde hay más virtuosismo, si en esos que aun siendo analfabetos y a veces hasta sin haber leído un libro en toda su vida desarrollan el don de inventar, de decir de otra manera lo que parecía inmutable y eterno, o en aquellos privilegiados que terminarán en tiempo y forma todos los niveles obligatorios de Educación (Primaría-secundaría-Universidad) y se sienten con la autoridad divina de ser Los Maestros.
Es más fácil hablar y escribir bien, cuando las condiciones materiales por herencia fueron por lo menos favorables. Otra cosa distinta es mantener la llama neologista tras haber nacido y crecido en un aislamiento de libros y de arte en general. Es más subversivo mantener el dialecto cuando las herramientas de expresión heredadas son escasas o nulas, cuando se vive en un contexto donde todos tus vecinos luchan por conservar el complejo de inferioridad  (diría Franz Fanon) frente a toda figura de Saber. En esa situación el dialecto es un acontecimiento político-filosófico, porque se crea un instrumento de comunicación que tiene reglas propias, no impuestas, no normalizadores sino estimuladoras de la anormalidad. Brota la belleza y la poesía allí donde los ojos de la sociedad se espantan ante la fealdad y tapan sus oídos al escuchar lo desconocido.

Pequeño gran consuelo.


Emperadores de la calle, sin riquezas, sin corona, sin súbditos, sin abundancia, rebalsando indigencia según datos oficiales, pero sobrados de orgullo. Dueños de la ciudad; imagen y semejanza del dios de la barbarie. Proveedores gratuitos del sensacionalismo. Dueños de lo que no tienen, derrochadores de la nada, buceadores de la basura, paleontólogos obsesivos que ni siquiera duermen sino hallan el tesoro; esos gramos de cobre, de aluminio, que al menos se paguen la vuelta, que al menos hidrate la garganta con cualquier elixir de oferta.
Para la sociedad son el único y verdadero afuera, la fealdad, el peligro, lo siniestro, lo perverso. Para la sociedad ellos y ellas son la maldición de la culpa, lo que impide el triunfo total. Obligados a transitar por el imperio que construyeron sin disfrutarlo. Torres arrogantes, ejércitos de vigilantes y porteros custodiando las pertenencias que no les pertenecen. Ojos que no parpadean para que otros ojos cierren tranquilos. Convocatorias policiales inundadas de multitudes, desesperados por ser el próximo caballo. Pero solo lo disfrutan desde la ventana. Construyeron un parque de diversiones para mirarlo desde atrás de sus infinitas rejas. 
La calle les pertenece a ellos, a los que no deberían estar acá pero que si no estuvieran todo esto no existiría. Los de rostro inmundo, los de voz inaudible, las almas deformes adornadas siempre por sus ridículas vísceras. ¿Una revancha? ¿Una justicia poética? Nada de eso, una simple condición histórica, una duradera lluvia de realismo. El miedo que generan es como un gol; efímero, pasajero. Un breve orgasmo no genera que el carro sea menos pesado, ni que el dinero se estire. Igual ahí están. Bendecidos por todos los místicos paganos; delincuentes legendarios, repartidores socialistas del botín, tatuajes hechos sin técnica pero con toda la vitalidad. Una vibración orgánica intraducible, siempre analizada. El grado cero de la ciencia social. La otredad que agiganta el yo.  Estrategias poéticas para alcanzar un beneficio, un calendario disciplinado de la diplomacia que toca el corazón de la vecina que le va separando siempre cosas en buen estado. Nadie compra la posibilidad de que la voluntad sirva para algo. Para las especies que habitan determinadas selvas la voluntad no es necesaria.
Sus cuerpos están agotados pero nadie se desploma. Solo hay tiempo para vacilarla y el reloj es el más manijero de todos. Románticos sin saberlo, impresionistas sin saberlo, penetran con su jerga y andar en el corazón del chantaje activista. Corren la cortina de estrellas del cielo, a pesar de estar tirados a un costado de la vereda invocando al dios de la limosna. Caminando una y otra vez la totalidad de la superficie de una ciudad ofreciendo medias, alfajores o repasadores.  A recolectar el desprecio de los autómatas del no. Hermanos del linaje que por los siglos de los siglos habitará las cárceles, los patrulleros, los pizarrones de las universidades y la imaginación de los artistas.  Tripulantes de la futurista nave con misión al infierno, pero que siempre son quienes se queman primero. Que igual tienen un pequeño gran consuelo; el miedo que les tienen.

Libres de morirse.



Jean Genet dice en un momento en ese libro con paginas llenas de sangre, semen, orina, piojos y aventuras en la calle y en el encierro, llamado “Diario de un ladrón”, que el adoraba caer en la cárcel y en lo posible francesa, porque allí se sentía acompañado, en cambio en la calle su vida era pura soledad. Resulta quizás ilógico que una persona pueda plantear algo así, ¿cómo alguien puede preferir estar en una jaula sometido a los vejámenes más aberrantes, atravesando torturas, hambre y violencia cada día, que vivir su vida en (supuesta) libertad? Pero para quienes tuvimos el honor de poder compartir la experiencia de la cárcel no nos resulta para nada extraño el razonamiento de Genet. Recuerdo que eso fue lo que me dijo el Pardo, un pibe de un metro noventa adicto al paco, que vivía en las plazas de constitución y que caía habitualmente mientras los demás por causas más pesadas no nos íbamos nunca. El Pardo ingresaba siempre por giladas: disturbios en la vía pública, haber discutido con algún policía o como mucho haberse rastreado un celular, por lo que no había mucho sustento legal para dejarlo un largo tiempo detenido. Muchos sentíamos bronca hacía él, porque cuando entraba al pabellón lo hacía con una sonrisa, feliz de volver a verse con sus amigos presidiarios, los más viejos lo mirábamos con un poco de rabia al comienzo, pero luego nos dejábamos seducir por su carisma, ya que su particular carcajada y su forma de andar eran muy graciosas y te contagiaba irremediablemente su alegría.
-Afuera no tengo a nadie, duermo en la calle tapado con cartones así llueva o caigan heladas, la gente me mira con asco, si me pongo a mangear no junto ni dos pesos, termino siempre sacando la comida de la basura. Acá adentro al menos tengo amigos, hay un techo, tengo cosas que hacer.
-Pero Pardo acá adentro también nos cagamos de hambre, de frio, las ventanas están rotas y entra todo el viento helado, día por medio viene la requisa a rompernos los huesos, por ser una fisura tenes que gatear para los más piolas del pabellón, la otra vez te peleaste con uno que te abrió la cabeza y ¿decís que acá estas mejor que afuera?
-Al menos acá juego a las cartas con alguien, con mi rancho charlamos todo el día de cosas de la vida, nos acordamos de momentos vividos en la calle, afuera no tengo a nadie ni para hablar. Acá comparto la mesa con alguien así la cena solo sea un pedazo de pan con caldo de grasa. ¿Para qué voy a salir si afuera estoy peor?
La cultura de la sociedad suele identificar al mundo carcelario como un bosque de bestias salvajes, sin sentimientos, incapaces de amar, que son máquinas violadoras y de dar puñaladas. Esas imágenes están naturalizadas y pocos se atreven a desmentirlas. El preso está sometido a los peores morbos y prejuicios por un lado, y al paternalismo más infantil por el otro. Discriminación o tutelaje, son las dos opciones por lo que se moverán las únicas posibilidades de abandonar la vida del delito. ¿Y quien va querer abandonar la vida del delito, si la alternativa es que te lleven con una correa los expertos del “Rescate”?. El pibe para lograr algún beneficio o ayuda material debe transformarse en un maniquí de la moral cristiana, debe ser ejemplar, educado, ser ese que casi nadie es en esa sociedad que se lo exige a muerte. Tiene que dejar atrás todo rasgo de su adrenalina y ser a partir de ahora un salvaje salvado por la civilización y que demuestre incansablemente agradecimiento.
Tampoco se trata de idealizar románticamente a la cárcel, pero si es importante remarcar el nivel de desconocimiento absoluto que reina sobre todo el panorama humanístico que surge allí entre las ruinas del hacinamiento y la crueldad. El pardo era tierno pero también se peleaba. Y allí radica la novedad; la cárcel es un lugar complejo, ambiguo, diverso como el ser humano mismo. Pero el empeño estar en mantener viva la mitología que enseña que allí adentro no hay lugar para gestos delicados, allí todo es de un solo color. Eso es la ideología pequeña burguesa, que se niega a confiar en los presos, que es ciega ante el afecto que allí adentro también está presente. Prefieren ir con sus recetas macabras de la reinsertación ya prestablecidas y que nadie quiere modificar.
La cárcel sirve no solo como un depósito del descarte social, más importante aún es la función que cumple dentro del imaginario popular. Se proyectan y se fijan en los presos todas las peores perversidades. Dichas perversidades solo la cometen los presos, se afirma, y nadie de afuera.  Esa creencia rebalsa de adeptos y es tan fuerte la campaña publicitaria que termina convenciendo a los mismos presos de que ellos son como la tele y el amarillismo los presenta.
En pocos lugares el mandato patriarcal es tan macizo. En la cárcel uno mata o es asesinado por ver quién es más macho, por ver quien se la aguanta más. Se someten personas provenientes de los mismos sectores de miseria a las peores locuras de odio y desprecio, pero así y todo, y en simultaneo a esa violencia tan explícita, sobreviven muecas poéticas. He visto a los presos más violentos llorar un día de la madre, llorar ante una canción que los transportaba a viejos momentos amorosos, los he visto rogar a sus parejas que no los dejen tirado, los he visto indefensos y desnudos, sin todo esa armadura patriarcal tan arraigadas en nuestros cuerpos.
La cárcel al menos es explicita en su horror, no hay doble discurso, ni hipocresía, te dicen que estas encerrado y que te vas a pudrir como una rata y efectivamente te vas pudriendo. En cambio al salir de la cárcel te dicen que sos libre. ¿Libre para qué? ¿Libre en donde si las puertas y ventanas se cierran al ritmo de tus pasos? Si las miradas te destinan miedo, rechazo o lastima con suerte. En cambio adentro las miradas son de colegas, que están viviendo tú mismo calvario.
 Hace unos 3 años me crucé por el centro a uno de los mejores amigos del Pardo allá adentro, El Falu de Dock Sud, estaba trabajando de limpia-parabrisas,  me contó que El Pardo murió de frio en la plaza de Constitución. “Un indigente fue víctima de la ola de frio”, titularon los medios. Murió por no tener el calor de sus compañeros presidiarios.

El conflicto eterno entre los unos y los otros.

La palabra educación no es un bien en sí mismo. Y más aún si observamos de que se trata esa educación a la que estamos obligatoriamente relacionados. A la hay que lamentar si se pierde y celebrar si se posee. Esa educación reproduce y renueva una determinada visión del mundo; la visión del capitalismo. Es una palabra que el solo emitirla brinda autoridad moral. Por eso resulta inevitable mencionarla como el relleno bendecido de todo repulgue discursivo. Es el eslogan político que certifica rasgos de bondad en el emisor: para cualquier problema, la solución es decir que “hace falta más educación”. Los educados agradecen a quien los eduque. Los que educan se vanaglorian de su labor y se declaran imprescindibles. El solo balbucear ¡educación! le garantiza al sujeto estar bajo la luz del progresismo y la modernidad. Pero en los hechos, lo que tenemos como educación es una máquina multifacética y multipolar de reducción, subestimación, normalización y banalización de la potencia creativa. Y esta desgracia puede agrandar su onda expansiva, y sobre todo ser aún más difícil de descifrar, cuando dicha educación desembarca en eso que suele llamarse “contextos de vulnerabilidad social”.

Tuve la oportunidad hace un tiempo de brindar una charla en una universidad de la ciudad de Rosario, a la cual asistieron distintos profesionales y egresados de diversas carreras, todas ellas relacionadas al “trabajo en territorio”: Psicología social, Trabajo social, Antropología, Sociología, Ciencias políticas, Ciencias de la educación, etc. Muchos de los presentes eran hasta docentes o talleristas de diferentes disciplinas en cárceles o institutos de menores, tanto de hombres como de mujeres. En un momento la charla giraba en órbita sobre la pregunta: ¿De qué manera se puede mejorar el trabajo en dichos espacios? Para dar una referencia pregunté si alguien conocía a Fernand Deligny, y para mi sorpresa ninguno de los asistentes levantó la mano. Pero en cambio, todos si conocían y proponían como modelo ejemplar de una educación distinta a Paulo Freire. Ese dato me sumergió en una pregunta. ¿Por qué Freire sí y Deligny no? ¿Por qué a uno se lo considera casi como a un santo, como el padre de lo que se llama La educación popular y al otro no se lo conoce tanto? ¿Es por una cuestión de cercanía geográfica o porque tenían problemas políticos diferentes? La mirada de Deligny sobre los llamados territorios, o sobre aquellos que viven al margen de la ley, a pesar de no ser un marginal ni un habitante de dichos lugares, era muy particular, rebelde y poética:

La mayoría de ellos son vagabundos que para escapar a la privación de libertad del trabajo cotidiano terminan entre dos gendarmes, entre los muros de una celda.

Mucho más amantes de lo absoluto de lo que los jueces son capaces de concebir.

Vagabundos tenaces cuya bragueta hinchada está a menudo manchada de esperma seco, rebalsado, y que van, sin incomodidad alguna por ese moho notorio, vivos hasta el punto de que ninguna asistente social podría soportar su simiente en el vientre, vagabundos ineficaces, pequeño pueblo de solitarios, unos incontestablemente desechos de hombres y los otros esperanzas de un mundo que siempre corre el riesgo de reventar de docilidad como algunos cerdos en su grasa y algunos hombres en su cama
[1].

Con frases como esta se entiende el grado de desconocimiento “oficial” de la obra del francés. Deligny se movía en una especie de anarquismo estatal. Sus escritos revelan un conflicto que no suele mencionarse, el conflicto siempre evidente entre los pibes hundidos en la marginalidad y toda figura institucional que arriba a su ecosistema, llámese villa, barrio popular o instituciones de encierro (“el territorio”). Entre los que viven en esos territorios y los que van allí a trabajar, a militar, a ayudar.

Grafico esto con un ejemplo que he visto a lo largo de mi vida. Hay en una villa, o en un pabellón de alguna cárcel, un grupo de hombres o mujeres hablando con algarabía, apoyando las palabras con movimientos de las manos, son cuerpos que vibran, que no toleran la quietud, que necesitan fisiológica y ontológicamente permanecer “ATR” (a todo ritmo). Personas a las cuales “la memoria de su cuerpo” (Foucault) los remite una y otra vez al estado de constante alerta, que sin proponérselo aprendieron a tener ojos en la nuca. Se comunican con lenguajes propios, son neologistas que crean palabras todos los días. Es un lenguaje-danza. Las palabras no solo son dichas, sino bailadas, acompañadas de sublime contorsión. A veces ni es necesaria una frase entera, con un “pim–pum-pam” ya trasmitieron el mensaje, lo recibieron o interceptaron. Dominan la sensación vital con facilidad. Pero toda belleza física, léxica y gestual que expresan los pibes y las pibas, así estén hundidos en el peor de los infiernos, se detiene si en la escena irrumpe una figura institucional. Esos pibes que estaban casi en trance al hablar, se quedan congelados cuando aparece un educador, un psicólogo, un trabajador social, etc. No importa si dicha figura institucional es de izquierda o de derecha, si se viste como un hippie o de gala. Cuando la figura arriba al lugar, genera el silencio y la quietud. Los pibes pasan de ser animales entusiastas a ser estatuas con estrecha timidez. Los más verborrágicos de golpe se callan. Aquellos que eran los más activos en el uso del dialecto tumbero se hunden en el silencio. Empiezan a rechazarse a sí mismos. No alcanza con decir que lxs pibxs se inhiben. La inhibición es universal, y no hace diferencias entre clases sociales. Aquí lo que sucede es del orden de lo político y moral-penal. El pibe siente que ante la presencia de la figura institucional debe comportarse de cierta manera, o mejor dicho, debe portarse “bien” o será castigado. La sanción es el método, así el pibe “va a aprender lo que es bueno”. El otro, la figura estatal, le solicita al pibe que olvide las brillantes expresividades de su personalidad. A veces ni siquiera hace falta que lo rete o que se maneje con un estilo represor primitivo. Pero de todas maneras los pibes bloquean su impulso afectivo.

Lo que ocurre en estos casos es una relación de poder vertical presentada discursivamente como horizontal. El pibe tiene cargado en su memoria ancestral que debe doblegarse ante la gente “que sabe”. Casi nunca tiene actitudes críticas con tales figuras, ni se atreve a plantearles dudas o reclamos, sino todo lo contrario, termina exaltado por el disciplinamiento. Para derribar la hipocresía de estas relaciones dependerá del coraje y sobre todo de la creatividad que puedan desarrollar las figuras institucionales en los territorios. Se requieren especiales dosis de valentía para lograr componer relaciones que eleven la potencia de los pibes y también para dejarse elevar la propia potencia por ellos.

Otra de las cuestiones importantes a pensar. ¿Por qué siempre unos son los ayudados y otros los que ayudan? Porque el verbo elegido así no se diga es el de "ayudar". Pocas figuras institucionales pueden evitar hablar de "mis alumnos", "mis chicos", etc. La propiedad privada aparece también en la dimensión de lo simbólico y no es de forma irónica o inocente que se usa el "mis". Hasta en una corta y simple frase. Pero si encima dicha figura institucional hace su trabajo en los territorios de la pobreza y la segregación, su espíritu no puede evitar reclamarle a su comunidad el reconocimiento de lo que él considera una tarea heróica. Él es el que está ayudando a los otros que nadie ayuda. Nunca se considera que la ayuda es mutua, que si hay gente que ayuda a los villeros, a los presos, a los locos, a los anormales que sea, también estos últimos ayudan a los que ayudan. Porque los ayudados también ayudan, entre tantas otras cosas, a que esas figuras sean consideradas personas más sensibles y comprometidas que el resto. A desmantelar estereotipos, prejuicios, racismos y blasfemias más elementales que se tiene sobre las poblaciones más vulneradas. Gente que va con una imagen instalada sobre una supuesta barbarie que satura los “territorios”, es ayudada por los mismos vecinos del lugar a derribar toda la mitología reaccionaria que se creó en torno a ellos y sus supuestas costumbres. La figura que llega al territorio descubre que allí donde el sentido común ha instalado como verdad absoluta que todo es salvajismo y conductas que no pueden evitar lo vulgar, existen altos niveles de solidaridad y hospitalidad. Las poblaciones que viven en los territorios le abren la puerta, no solo de su casa, sino de todo su ser a los visitantes, aunque estos últimos no sean ni se parezcan en nada a los primeros. Pero sobre todo en esos territorios persiste un aguante ante las desgracias que es subestimado o ignorado por la mayoría de aquellos que son parte de las ciencias sociales.

Es necesario a su vez hacerse una pregunta sobre el concepto “territorio”. ¿Lo inventaron los pibes o lo inventaron las figuras institucionales? Decirle así a la villa, que tiene seguramente un nombre autóctono y predilecto para sus habitantes, no es más que una acotada forma de corrección política y de crear una imagen distinta sobre lo que se vive allí.

También he escuchado muchos psicólogos, trabajadores sociales o docentes que compiten con los villeros. Van a decirles a los pibes y pibas de las villas o incluso a aquellos que están depositados en aberrantes cárceles : “No se quejen tanto que yo también la pasé”. Como si se tratara de un duelo por ver quién sufrió más. Aquel que tuvo el privilegio de terminar una carrera universitaria siente la necesidad de aclararle, al que ya fue condenado desde que era un embrión, que él también pasó cosas feas en la vida. Es valioso que alguien prefiera trabajar en una villa o en una cárcel antes que en una oficina o en una empresa. Pero sobran las evidencias de que muchos de los que trabajan en esos espacios no soportan la potencia de los pibes. Porque esos pibes estan tan “vivos hasta el punto de que ninguna asistente social podría soportar su simiente en el vientre”. No saben qué hacer con tanta energía vital que poseen sus asistidos, sus alumnos, porque esta les desborda sus creencias morales y no figuran en el catálogo de posibilidades aprendidas en el proceso educativo de sus carreras universitarias.

En la mayoría de los casos esa figura institucional reduce la creatividad y toda perspectiva libertaria. Normaliza y apaga esa esperanza milagrosa que emanan los pibes pobres a pesar de toda adversidad. ¿Y por qué milagrosa? Porque aunque vivan en las condiciones materiales más miserables, segregados, y ridiculizados, aunque vivan con una presencia latente de la muerte, ya que muchos han enterrado a la mayoría de sus amigos y seres queridos, casi no existe la depresión en ellos. Los villeros no suelen permitirse pasiones tristes. Por instinto mismo o por la cantidad de tiempo que lleva arraigándose está cultura de la muerte, la violencia y la miseria en esos territorios, es que esa reiterada superación de verdaderos obstáculos existenciales se desarrolla con total naturalidad.

Las figuras institucionales arriban con métodos de manuales ya caducos en muchas de sus indicaciones, con teorías que fracasan al ser aplicadas, pero que obstinadamente se siguen aplicando igual. He vivido muchas veces en mi estadía carcelaria la situación de estar ante figuras institucionales que le decían a los pibes que había que “hablar bien” y “rescatarse”. Las figuras institucionales mcuhas veces son incapaces de sentir la belleza que hay en la gestualidad eléctrica de sus cuerpos. Luego, cuando no consiguen justamente “rescatar” ni a un solo pibe o piba, son pocos los que admiten un fracaso propio y por lo tanto se lo encajan al otro, si el otro no pudo es porque no quiso. Nunca dejarán que los pibes maldigan y demanden algo de la sociedad, eso sería victimizarse. Todo depende de uno, no se cansarán de decir una y otra vez. Muy pocos llegan a promover la conciencia de clase entre los pobres que ellos ayudan. Muy pocos les hacen ver la cartografía del mundo en que están inmersos, o al menos mencionar los mecanismos económicos más básicos que determinan la realidad. No les interesa servir para que los más explotados asuman que su lugar en el tablero es con suerte el de peones. Nunca hablaran del capitalismo, ni de las tan variadas formas que usa para dominar desde las relaciones de producción hasta los criterios estéticos.

Los pibes llegan a reaccionar violentamente cansados de que la figura institucional no comparta ni promueva en nada todo el mundo propio que tienen.Otro ejemplo vivido: recuerdo una tarde estar viendo en instituto de menores cómo los pibes ahogaban una y otra vez en la pileta a un “operador convivencial” (una figura puesta en los institutos carcelarios de menores como un intermediario “más humano” entre los presos y el gobierno penal, que el clásico guardia cárcel). Los pibes argumentaron que lo hicieron como respuesta a que ese operador se la pasaba saturándolos de “No”. La figura de operador convivencial está muy presente en el régimen penal juvenil y de minoridad argentino. La mayoría de ellos provienen de carreras pertenecientes a las ciencias humanas, y en su vestimenta podemos hallar hasta remeras de distintos personajes históricos y representativos de los sectores más revolucionarios, pero su manera de trabajar y relacionarse con los pibes se construye a partir de la prohibición, de limitar o reprimir el deseo. Estos operadores llegan a prohibirles a los pibes presos la pornografía, la marihuana, hablar en jerga y hasta la masturbación. Negaciones a las cuales no se animaría ejercer ni siquiera un guardia-cárcel. Cuando unos en teoría son más buenos que los otros. ¿Cómo alguien puede atreverse a suprimir o a anular a seres humanos encerrados en cajas de cemento el acceso a todo tipo de goce? Las figuras institucionales tienen sexo o se masturban, algunos se emborrachan y fuman sus porros, pero a sus pacientes, a sus alumnos, a sus asistidos, les prohibían el mínimo roce con cualquier tipo de placer.

Muchos creen, aunque sepan disimularlo, que los pibes de los territorios están vacíos de contenido espiritual, de ingenio, de racionalidad, de romanticismo. Hay un prejuicio biológico. La sociedad en general asocia a los pobres con el reino animal. La imagen de un villero le aparece en su cerebro con el rostro de un simio. Pero esos monos “arden de preguntas” (Artaud) mucho más que la mayoría de los civilizados. Su constante antimoralismo aunque no lo sepan, los transforma en ejecutores de la más alta filosofía nietzscheana. Para los pibes los raros, los diferentes, los poco humanos son los profesionales, los normalizadores, "los que saben", los que vinieron a ayudarlos.

La figura institucional solo habla con los pibes como parte del "tratamiento”. No los invita a su casa, como sí hace con los amigos que pertenezcan a su mismo entorno social. No suele haber una relación de amistad, es siempre una relación vertical o laboral. Si la mayoría de los pibes les dicen a estas figuras que efectivamente los ayudaron, o a veces hasta que les salvaron la vida, no es más que por una cuestión estratégica. Se le dice al profesional lo que quiere escuchar, el pibe sabe que si se comporta obedientemente, si se muestra agradecido, sumiso, si se maneja con respeto, pidiendo siempre por favor, puede obtener ciertos beneficios.

¿Y cómo va a hacer para sentirse orgulloso de su jerga, si una maquinaria infinita de profesiones, discursos y ametralladoras semióticas trabajan sin descanso en corregirlo, enderezarlo y hacerlo cambiar? La educación es una herramienta esencial en esa represión. Esto lo podemos observar en un ejemplo muy singular. Existen en la cárcel pibes que terminan una carrera universitaria o un taller de oficios, que “pudieron cambiar”, y que son presentados como modelos ejemplares de la meritocracia cuando salen en libertad (aun por aquellos que dicen estar en la vereda de enfrente del PRO, partido político reaccionario adicto a difundir dicho concepto). Quizás esos mismos pibes en esas carreras hechas tras las rejas, lean a autores insurrectos, críticas precisas al orden del mundo y explicaciones concretas de las razones sociales, simbólicas y económicas que determinan que la cárcel esté saturada de pobres como ellos. Pero al salir no podrán hablar con otra lengua que no sea la del moralismo más primitivo. La fuerza engendrada en los callejones del abismo marginal, habrá sido pasteurizada. “Yo antes hacía las cosas mal y ahora quiero hacer las cosas bien”, se los escuchará decir. Todo está en el individuo, nada tiene que ver el contexto social: el axioma esencial de la espiritualidad neoliberalista será repetido por aquellos que han sido más humillados por la naturaleza de dicho sistema. Muchos de ellos llegaran inclusive a castigar a sus propios ex colegas de delito o de experiencia carcelaria. Orgullosos ahora de pertenecer a la sociedad, se avergonzarán de sus antiguas muecas y amistades.

El “de igual a igual” al que fingen honrar muchas de las figuras institucionales es una fantasía, un simpático juego de palabras pero un hecho inexistente. Hay un contrato implícito que se firma donde se aclara que el que sabe va ayudar a los que no saben, por lo tanto ya desde ahí podemos decir que hay una propuesta de no igualdad. Es decir: yo sé y vos no sabes, yo tengo algo que vos no tenés y necesitas de mí. La desigualdad ya preexiste desde antes de llegar al “territorio” pero no se la reconoce ni se la cuestiona. También es necesario remarcar el dato que los que saben, en su mayoría, tuvieron y tienen las condiciones materiales así sean mínimas, pero que son muy específicas, que indisolublemente permiten el inicio y finalización de una carrera universitaria, donde se adquiere el saber. Mientras que en la población de las villas y cárceles, el porcentaje de personas que finalizan los estudios universitarios es insignificante.

Tomar la decisión de contradecir mandatos familiares y elegir ir a conocer empíricamente la villa o la cárcel, es decir, todos esos lugares que el imaginario popular designa como jardines del mal, eso ya de por sí es una actitud muy digna. Pero que a veces se puede transformarse en otra cosa. Ese primer impulso que hizo ir en busca de lo desconocido empieza a subestimar y a negar lo nuevo que va conociendo. Cuando está afuera del “territorio” y adentro de “su gente”, relata a sus semejantes de clase una versión progresista trillada al hablar de lo que vive adentro de los “territorios”. “Hay gente buena y mala como en todos lados”, declarará. Pero no hará mención alguna de todo lo que aprendió sobre los trucos de supervivencia que reinan allí. Poco o nada dirá sobre el júbilo diario y a veces incomprensible con el que sus habitantes transitan la vida, a pesar de que la muerte les suspira en el cuello.

El habitante del territorio no suele considerar una virtud todas sus virtudes y también al igual que la figura institucional necesita siempre remarcar que allí donde vive “hay gente mala, pero también hay otra que se rompe el lomo trabajando”. Moralismo infantil de un lado y del otro. Hay pobres que a pesar de tambalear en la cornisa de la desnutrición pueden comportarse como burgueses, y que serán hasta más reaccionarios que estos si llegan a finalizar la universidad o la secundaria misma. “Yo también vivo en una villa y no salí nunca a robar”, “Fulano es vago y mengana puta”, son también frases que salen de la boca de los mismos habitantes de los “territorios”. Llegan a despreciar a sus propios vecinos con los mismos discursos reaccionarios de la clase a la que, por más que se hayan recibido, no pertenecen realmente.

Un paso novedoso sería invertir el símbolo del otro. Si los pibes son siempre los objetos de estudio, por una vez que sean ellos los que analizan, se burlan, experimentan, brindan hipótesis, escriben libros, hacen chistes, desean desgracias y acusan de todos los males a unos otros, en este caso, las figuras institucionales. La alteridad invertida. El que siempre fue objeto ahora es el sujeto, y los que siempre fueron sujetos, ahora serán los objetos. Unas leves dosis de Justicia Poética. Tampoco puede ser una gran propuesta la sacralización del “territorio” o construir una epopeya de la vida marginal, pero en la actualidad se trabaja por un exterminio o una banalización completa de los berretines, es decir se trabaja por el avasallamiento tanto de la lengua, como de las costumbres y la esencia cultural propia de los contextos más adversos. Hay una obstinación manifiesta a no aclarar nunca la diferencia de clase, así sea mínima o evidente, que persiste en la relación figura institucional/figura del asistido. Por eso el conflicto será eterno si entre estas figuras no se modifica en algo la forma de relacionarse, ni se remarcan las condiciones materiales pre-existentes en ambas partes de dicha relación. ¿Qué y quien dice que uno son los que saben y otros son los ignorantes?



*Este texto ha sido parte del libro "Semilla de crápula" De Fernand Deligny, Editorial Cactus.





[1] Fernand Deligny, Los vagabundos eficaces.



Prólogo del libro "Eva Sueña. El vuelo de los gorriones".


*"Eva Sueña. El vuelo de los gorriones" es un libro de Martina Kaniuka,socióloga (UBA), gestora cultural y colaboradora en la Revista Sudestada. Eva Sueña... es su primer libro.

Prólogo de César González.

Eva es el poder de la contradicción. La dialéctica de la mugre. Escoba y basura en simultáneo. Quien la quiera pura busque en una iglesia o en un laboratorio. Eva es hija y madre de la calle. Allí donde lo impoluto no nace. Ella es una abrumadora fuerza material de lo simbólico. Un símbolo que toca y consuela a todo el cansancio almacenado por siglos en la espalda de las multitudes. Esa espalda erosionada, escareada, encorvada, elegida como rostro. La espalda de esos cuerpos de los que solo  interesa que el lomo resista la montadura. Una sociedad que cabalga arriba de esos pobres, de esos vagos culpables de todo lo que hay que gastar en seguridad. Eva, la bruja sagrada y secular. Virginal y ninfómana. Modelo de la sensualidad plebeya, ardiente representante de esa libido voraz que resiste ahí donde la sociedad no ve deseo ni deseados. Porque la sociedad tiene una doctrina que nos aclara que los pobres no desean y que a la vez nadie desea ser pobre, salvo para hacer una épica burguesa-aventurera del testimonio resiliente. Eva es estandarte bíblico y hereje. La Mefista del comandante Fausto Perón, a quién excito e incitó a traer algo de justicia a esos mares de humilladas y humillados. No es necesario ser un experto en su biografía para explicar algo irracional desde la germinación misma. Ella buscaba despersonalizarse afirmando su presencia. Caprichosa ninfa que se negó a aceptar la sombra macabra que domina la era humana. Sabía que sembrando su discurso en lo más profundo  del territorio de la política era un acto colectivo de por sí. Ella sola bien en lo alto del vértice hizo y hará más que mil agrupaciones horizontalistas. Su garganta gritó todos los silencios. Su pecho albergó todas las angustias, sus manos drenaron la impotencia. Tutora de su misma faceta de crápula. Justiciera del circo institucionalizado de los partidos políticos, aguafiestas de las orgías fariseas. Develó los trucos de los magos del comercio. No echó a los mercaderes del templo. Les confiscó en la cara la mercadería y se la repartió a los linyeras que rondaban por allí.
Quién busque pulcritud en Eva, confunde el ámbito. Ella nunca será una santa. Su nombre era beato y mitológico pero su conducta era pagana, iracunda, indomable.  Nunca trajo suerte como estampita, más bien sus milagros son los más probables de conseguir. Nombrarla es maleficio para el caretaje, para el progresismo cazador de perfección, pero es la curandera de los pobres, no porque los redima sino porque los desafía, los provoca. Fue una felina hambrienta en un nido de ratas.
No vino a sentir lástima por los pobres,  sino que les arrancó de cuajo la cobardía. La que les recuerda que las cuentas se las deben a ellos, que no hay peor fantasma que el de un pobre rebelado. Que no hay peor terror que el pobre que no inclina su tesón. Que no agradece la limosna. Que no pide permiso. Que se niega a rendir culto a la explotación. Que no celebra romperse el lomo mientras sus patrones son masajeados. Que no agasaja. Que no se conforma con las sobras. Que no teme a la cárcel. Que se sabe preso de ante mano y por eso sabe mejor como ser libre.
Lamentablemente apropiada por las banderas de la lentitud, cuando todo en ella era  ansiedad, urgencia,  desesperación por cambiar lo aberrante del presente.
Eva no es identidad ni mito. Es materialidad transformadora. Ella será lo que tu deseo quiere que sea. Así deja en evidencia que en lo que deseas también habla tu clase social, esa jaula abierta de la que nadie quiere escaparse.  Por eso un europeo no entiende a Eva Perón. Por eso un argentino europenoide no entiende a Eva Perón. Por eso mismo muchos peronistas prefieren la romantización de Eva Perón.  La intelectualizan, la interpretan, exploran su biografía en busca de pecados. Pero ella es quien es gracias a esos pecados. Pero solamente con sentirla tampoco alcanza. El fuego de Eva arde cuando la invocación es precisa y acorde con lo que ella profesó mientras anduvo en este plano; pisar la cabeza de los reyes, tanto de los que tienen un poder real como de esos que en su cabeza llevan una réplica de corona. 
Eva es una casa siempre dichosa de ser usurpada por vagabundos, parias, y expulsados del Edén. Es memoria que tiene vida propia. Y quienes la adoramos maldecimos al organismo humano. Porque a Eva su cuerpo la traicionó. Su cuerpo le tendió una trampa a su alma desbordada de amor.