*El siguiente texto ha sido el prólogo del libro "Vivir sin justicia" de Mariana Sidoti Gigli.
El título del libro no es un acierto del azar, porque sin justicia vive una gran parte de la sociedad, en particular esos sectores condenados a esperar afuera de los despachos donde se toman las decisiones y a ser simples espectadores en la circulación del capital, viviendo el día a día a través del mercado informal, de la precariedad laboral, de la limosna, de la rapiña y del ataque a la propiedad privada. Esos sectores no inventan las leyes y no pertenecen a la familia de jueces.
Para el periodismo
medievalista los victimarios de los delitos contra la propiedad privada gozan
de más derechos que las víctimas, es la canción que suena en un bucle
permanente en la televisión y en internet. La ciudadanía está convencida de que
el delincuente que es capturado y apresado accede a un paraíso de placeres, que
es condecorado por lo que hizo, que es mimado por el poder judicial, que la
pasan mejor adentro que afuera, esclavos privilegiados que cuentan con salarios
en prisión que pagan los ciudadanos libres con sus impuestos. Pero en la realidad
lo que hallamos es que casi no existe una cárcel en Argentina que no se
encuentre en ruinas, que no rebalse insalubridad, que no esté contaminada, donde
no abrume el hacinamiento, el hambre y distintas pestes. Efectivamente allá
adentro los presos se pudren como ratas, tal como exigen los jurados
tribuneros, pero el imaginario popular a la vez está convencido de la
existencia de una enorme puerta giratoria, de un supuesto imperio del
garantismo en el ámbito penal argentino, cuando lo único que está garantizado
para una persona privada de su libertad es la tortura y el confinamiento en las
miserias más bajas del género humano. El delito se paga con inmensos intereses
en las continuas torturas hacia el cuerpo que reciben varias veces al día los
presos y las presas y que las paredes de la cárcel ocultan de forma trasparente.
La
relación de los pobres con la justicia parte del temor, saben que la justicia
tarde o temprano les impondrá algún tipo de sanción o coerción por el solo
hecho de pertenecer a dichos sectores. De las primeras cosas que las masas
subproletarias aprenden en la vida es que al poder judicial no se lo tiene que
mirar a los ojos, porque es la zarza desde dónde habla la verdad inmutable. La
hegemonía cultural hizo muy bien su trabajo, roció de fábulas y mitos al
sentido común, circula como verdad irrefutable que los derechos humanos son
solo para los pibes chorros, cuando la verdad es que los únicos derechos que
tienen garantizados los pibes de las barriadas es a la ausencia de
oportunidades laborales, y a ser asesinados a causa de alguna situación relacionada
con las armas en enfrentamientos, ejecuciones, ajustes de cuentas, etc.
En las
villas y barrios populosos la posibilidad de la cárcel o de “chocarse” con un balazo
policial es un faro en la organización de la vida diaria, es una parte
fundamental de la cultura, la violencia para los habitantes no es vivida como
ningún fenómeno extraordinario, es una extensión muscular del cuerpo. El
conocimiento sobre el mundo carcelario y sobre los misterios de la marginalidad
se adquieren sin que nadie los enseñe, se transmiten como por telepatía, uno va
creciendo y poniéndose pillo de cómo es la cosa, se sabe que el poder judicial es
un castillo del terror sin fantasía, acechando desde las alturas, un poder que
necesita de pobres rebeldes a la cultura explotadora del trabajo semi esclavo para
justificar su existencia. Y si no tienen delincuentes para encerrar los inventa,
invierte para crearlos. La “inseguridad” paga salarios. El delito produce
riqueza, como decía Marx.
El paisaje
de los palacios de tribunales es un resumen de la lucha de clases; se divide
entre los elegantes y relucientes trajes y vestidos de los y las ángeles
guardianes del orden legal, arrogantes en su andar, soberbios y creyentes de
poseer un poder divino. En el medio están los policías que custodian las
oficinas de los ángeles y que protegen a estos de la ira de los que siempre
estarán “del otro lado”; familiares de detenidos que van a averiguar o a
reclamar algo sobre los estados de las causas de sus seres queridos. Familias de
postura heroica, es conmovedor ver a esas madres con un semblante de guerreras milenarias
que asumen la función de ser abogadas de sus hijos, porque si se quedaran a
esperar lo que haga un defensor oficial pueden pasar siglos sin que reciban una
novedad. Llegan a pelearse cara a cara con los jueces sin importarles las
represalias resentidas que estos, inevitablemente, ejercerán. No importa el
espesor de los muros que les pongan, ellas no agachan la cabeza y aunque muchas
van debilitando su salud en el trayecto, no abandonan y a veces logran el
milagro de robarle una pequeña victoria a ese perverso poder burgués.
No negamos
que hay defensores oficiales sacrificados, abogados y abogadas comprometidas
que trabajan incansablemente por defender a los y las nadies, pero en las
estadísticas su éxito es insignificante frente a la cantidad de personas pobres
que pierden la mayoría de los juicios en su contra. Es que las clases populares
viven omnipresentes en el banquillo de los acusados. El poder judicial es la
bestia más hábil para escurrirse de las responsabilidades, la bestia más rápida
para escaparse de las “culpas”, a quien estamos obligados a agradecer y
rendirle culto por el servicio que nos brindan. Vivir sin justicia es una
metáfora pero hecha de hechos; para las clases más bajas la relación con el
poder judicial es de presa y cazadores, es de miedo, de terror. Es el poder que
solo con chasquear los dedos le garantiza la jaula a una clase social entera. En
Argentina se postulan como baluartes del esquema democrático moderno jueces que
tienen prontuarios más oscuros que la suma de todos los legajos que tutelan.
Jueces que coleccionan un álbum con los rostros de los pibes de los barrios asignados
como fábricas del mal y aun así, o por eso mismo pueden alcanzar un puesto en
el trono de la corte suprema. Jueces salidos de una caricatura racista del
lejano oeste son bendecidos con la potestad del pulgar romano. A esas bestias
estamos obligados a entregar nuestra soberanía. El poder Judicial es el que
dirige desde atrás del telón la guerra selectiva contra la juventud de las
barriadas populares. Dicha guerra tiene bastante antigüedad, pero con sus
matices, sus contradicciones y excentricidades culturales propias de cada
región geográfica aún perdura en nuestra sociedad y se la puede observar con
claridad en el ataque coordinado, permanente y sin feriados que hacen las
fuerzas de seguridad, amparadas por el Poder Ejecutivo y respaldadas moralmente
por el Poder Judicial, sobre las juventudes de las barriadas “populistas”.
En primera
instancia son los jueces los que ordenan los allanamientos masivos y
constantes, las represiones, los que caratulan enfrentamientos a las
ejecuciones, los que le ponen la firma a la guerra selectiva. Es la “guerra” que vino a reemplazar a la
setentista, con muchas diferencias efectivamente, pero hoy como ayer se mantiene
la teoría de los dos demonios, que ampara el exterminio de uno a casa del
terrorismo de los otros. Perdura el laureado a las fuerzas de seguridad, por
cumplir la función de ser los garantes de la matanza de los “malos”. Siguiendo
esta hipótesis resulta revelador que en la jerga del hampa callejera se utilice
el término “subversivo” como un halago entre los pibes chorros, como un adjetivo-medalla para quienes se animan a robar “algo grande”, que se tirotean con la
policía, que tienen un coraje fuera de serie. La figura del “pibe chorro” vino
a reemplazar al guerrillero como fantasma de la sociedad; aniquilado el enemigo
comunista (aunque no el mito) se creó uno nuevo. La propiedad del ejercicio del
terror pasó a estar en manos de los jóvenes que empezaron a crecer en un nuevo
diseño del reparto económico mundial. Los pibes chorros son los hijos perfectos
del neoliberalismo, que toman las armas como la tomaron los hijos del
iluminismo armado de los 70. Estos hijos del neoliberalismo vuelven a atacar la
propiedad privada como aquellos hijos descarriados y desclasados de aquella
época, pero en con una conciencia política distinta, con menos cantidad de
armas y sin slogans revolucionarios. A
veces yendo a robar con armas sin balas, sin percutor, con armas de juguete,
con caños envueltos en una remera, con el solo gesto de una mano que se mete en
la cintura y simula poseer una pistola. La capacidad logística de los pibes
chorros está completamente sobrevalorada o mejor dicho: directamente se miente
sobre el tema. Los medios instalaron la leyenda de bandas de pibes súper
armadas, pero en la realidad la mayoría de ellos sale a robar con armas muy
precarias, o si se consigue una de mejor calidad se hace un uso socialista de
la misma, se la comparte, se espera que vuelvan unos y salen los otros con el
mismo fierro. Los pibes chorros no son una consecuencia no deseada e injusta
del modelo neoliberal, son una creación completamente pensada y esculpida
científicamente por dicho modelo desde su mismo origen. Cumplen una función indispensable,
es una turba de proveedores para que se justifiquen las maquinarias del control
social.
Este es un
libro necesario, pero entendiendo la necesidad no desde el lugar típico, que
rápidamente la asocia a una urgencia coyuntural del tema que desarrolla. Podríamos
decir que la temática de este libro es actual y clásica a la vez, porque el
problema de la juventud exterminada ya lleva largas décadas de existencia y hay
mucho material bibliográfico y audiovisual circulando. Abundan las crónicas
policiales, las excitadas mitologías del ladrón, las fascinantes aventuras del
ego del cronista… Es coherente por lo tanto que a algunos de esos libros se los
agrupe bajo el género bautizado como “crónica policial,” ya que no hacen más
que arrancar confesiones, son cronistas buchones que le roban los secretos a
los pibes y las pibas para el lucro personal, libros donde se cree estar
combatiendo a la policía, pero que al fin de cuentas le ahorran el trabajo,
indicándole respuestas que la policía ni se imaginaba sobre los enigmas del
bosque marginal. Este libro en cambio tiene otro pulso para retratar lo que
creíamos ya agotado, y esto se debe a que su autora cuenta con ese sustrato
vital que se deja afectar por las injusticias y a partir de esa afectación nos
devuelve una investigación seria y a la vez cálida. La autora no juzga a sus
personajes ni los interpreta, tampoco nos propone una moraleja culposa, sino
que con una distancia justa nos presenta,
siente y le duele lo que va escribiendo, lo que le van contando, es una cómplice
de esa pena. Pone el foco en una biografía en particular, en otro aberrante
caso de un homicidio a sangre fría de un joven pobre, y parte desde allí para
desplegar un microscopio de la vida cotidiana de esos hijos e hijas del
neoliberalismo. El libro se concentra en la crónica de un gatillo fácil, pero a
la vez nos remarca como es la forma de amar y expresar la ternura de esos
supuestos monstruos que son los pibes chorros. A partir de la historia de Omar
iremos conociendo en carne viva las determinaciones materiales de las
existencias de miles y miles de personas de las clases bajas, nos brindará la
evidencia exacta de que la voluntad de un padre albañil o la incondicionalidad
de las amistades o incluso tener la suerte de que una persona te ame, no
alcanza para detener la determinación preexistente de una muerte joven para
ciertos segmentos sociales. El “querer es poder” no es más que un leitmotiv idealista
para perpetuar la pirámide económica, no es más que una perversa excusa para
mantener el orden social vigente. Con valentía, pero con prolijidad y obsesión
en la descripción, la autora desacralizará a muchas instituciones consideradas
como un fin en sí mismas, destacándose en ese sentido el relato de cómo la
escuela pública hizo con Omar lo que hace con muchos; cuando estos jóvenes
manifiestan una potencia silvestre que desborda a las autoridades, la respuesta
siempre es sancionar, expulsar, condenar y muchas veces humillar en público al “pibe
cachivache”. Los famosos equipos técnicos, bautizados con un nombre meritorio
de analizar en otro momento, también presentan una evidente fatiga para
entender a los “salvajes”. Siempre está a mano la derivación. Psicólogos,
trabajadores sociales, funcionarios de diversas áreas del estado, cómodos desde
su oficina se pasan la pelota entre ellos, exigen y someten a exámenes
constantes a sujetos con vidas repletas de mierda. La autora nos muestra que en
realidad no es que el sistema falla, sino que esto es el sistema, no hay ningún
error, no hay malas personas en puestos que deberían ocupar buenas personas. Todos
conocemos un abogado o abogada con sentimientos progresistas, pero sus esfuerzos
son insignificantes y con toda su furia defensora de los pobres no lograran
torcer un gramo de la balanza hacia el lado de las y los oprimidos. El sistema
triunfa por sobre las voluntades individuales, por más hercúleas que estás sean.
La
potencia de la bronca no puede ver más allá de la figura de la policía para
explicar la injusticia, pero inconscientemente esto hace que se perpetúe el privilegio
del poder judicial de mantenerse oculto y de operar desde las sombras. Por eso
una de las grandes riquezas de este libro es relatarnos que en ese mundo de la
calle, policías y pibes chorros comparten un lenguaje común, una misma estética
de la existencia, regulada por la virilidad más ruda, por golpearse el pecho
antes de salir a la cancha a ver quién es más macho, mientras los y las juezas
se ríen desde el palco del coliseo, viendo cómo se despedazan entre ellos los rivales de la misma plebe.
El libro nos
transmite el dolor de las familias que no pueden permitirse el lujo del llanto
porque hay que llenar la panza, y cada minuto llorando retrasa la búsqueda del
sustento. Nos muestra que la caridad, el Estado y la militancia siempre llegan
en diferido a las vidas de estos jóvenes, casi cuando el cuadro es
irreversible. Que los centros de rehabilitación son un fracaso absoluto porque
buscan que los pibes “cambien”, pero ellos, los y las profesionales de la
reinserción, los y las administradores de esas granjas-laboratorio, exigen una
pulcritud en la conducta de sus asistidos que ellos no tienen. Y lo más
ridículo es que siguen adoptando esos métodos inquisidores levemente suavizados
con convenciones y tratados, convencidos de que los pibes no se dan cuenta de
la farsa. Pretenden pasteurizar la energía de esos pibes y pibas, secarles el
aura. Esa juventud popular ama “tumbear”, los hace felices, pero eso que les da
felicidad tienen que erradicarlo de su personalidad si pretenden ingresar en la
sociedad y obtener algún derecho. Su frescura, su transparencia a la hora de
inventar una jerga propia es una enfermedad a curar. No por accidente se
utilizan los términos médicos: “recuperar”, “rehabilitar”, “regenerar”. Deben purificarse
de sus virtudes, formatear su memoria de gestualidades, léxicos y chistes
propios de su cultura.
El ritmo
de la muerte no se detiene, la represión aumenta, los presupuestos para la
estructura represiva se multiplican. En los barrios donde antes (al menos)
existía el sueño insubordinado y romántico de robarse un blindado y lograr
consumar el éxito de la huida a otra realidad que no sea de pobreza, hoy se
sueña con ingresar como personal de alguna fuerza de seguridad, porque además
de estabilidad laboral y salarial trae el premio y la palmadita en la espalda
de la sociedad, que a muchos habitantes de las barriadas le produce sumisas
lágrimas de emoción el solo imaginar como posibilidad. Estamos ante una guerra
ya contratada, para ser el consorcio de una enorme porción del futuro próximo
de las amplias multitudes de sectores desterrados del mercado.
Judith
Butler en el epílogo al libro de Franz Fanon “Piel Negra, Mascaras Blancas”[1], dice que Fanon reunía,
condensaba y valía por millones de negros; “Fanon
no es un autor individual, es un movimiento, una gestación”. Un solo sujeto
como aleph de una raza, o mejor como dicho como el aleph rebelde de una raza.
Un negro que se atrevió a levantar la voz no solo contra la tiranía blanca sino
más aún contra sus propios pares de raza, siempre dispuestos a agachar la
cabeza. Algo parecido podemos decir del caso de Omar, su desgarradora historia,
llena de señales del destino que lo acechaba, con una intención de progresar en
la vida y siempre chocando contra las murallas de la sociedad, un pequeño
pícaro, astuto y delicado, representa y sintetiza a la perfección la
personalidad de miles de jóvenes de nuestro país y nos arroja ante la pregunta
de ¿Qué hacer con estos pibes y su potencia delictiva? Como pedirles que ellos
“cambien” cuando nada en la sociedad cambia para bien, donde todo es cada vez
más horroroso. ¿Qué hacer con estos pibes si cuando se llega a querer intervenir
siempre es demasiado tarde?
[1]
Franz Fanon,”Piel Negra, máscaras blancas”, Akal, 2009. Título
original; “Peau noire, masques blancs”. Editorial. Seuil 1952.
1 comentario:
Después de pasar horas buscando en Internet sobre cómo conseguir mi amante de nuevo me alegré de que me puse en contacto con el Dr. Adeleke Sin perder mucho tiempo me gustaría escribir los detalles del Dr. Adeleke cuyos detalles ha hecho un gran favor a mucha gente, Ellos a través de correo electrónico: aoba5019@gmail.com o WhatsApp él +27740386124
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